lunes, 20 de junio de 2016

ANTE LA ENFERMEDAD


            1. La enfermedad física no es un mal absoluto (solo el pecado lo es). Y siendo un mal en el plano corporal,  si uno la afronta bien, de ello se pueden derivar bienes de un orden superior, bienes auténticos  como acercarse más a Dios, y la Gloria de Dios. 

            2. Y curarse de la enfermedad, aún pudiendo ser una pretensión legítima en su orden, tampoco puede plantearse como una finalidad primordial ni como un objetivo imprescindible, y esto se entiende claramente si tenemos siempre en mente la ordenada jerarquía de los diferentes bienes por la que es bueno dirigirse, anteponiendo siempre bienes de rango superior a los materiales o temporales, y nunca al contrario.  Dice la Sagrada Escritura, que el que está enfermo acuda a los sacerdotes para que oren por él. Y en la oración no se piden los bienes materiales por encima de todo.

            3. Hay que dar gracias a Dios por la enfermedad. Uno puede estar incómodo, molesto, con su enfermedad; quizá piense que estaría más cómodo sin ella; ¿pero quién le dice por ejemplo, que de cara a su salvación eterna (o a la de otras personas, o para la Gloria de Dios), no le es mejor la enfermedad, ya sea por librarle de peligros, brindarle una serie de experiencias que le hagan reflexionar, incluso evitarle ciertas actividades, etc.?

            Hacer el bien siempre es posible, y siempre tenemos esa oportunidad (por supuesto que si contamos con la gracia de Dios); también en la enfermedad, como en cualquier otra circunstancia, habrá determinadas cosas para las que no tengamos capacidad (y si no tenemos capacidad para ello, podemos tener la certeza de que Dios no nos las pide, al menos en ese momento), pero ello no nos impide poder hacer el bien.

            Y cuántas veces, además, la aparición de una enfermedad puede servir de aviso precisamente de algo de orden superior, que conviene mejorar, o quizá como ayuda para abordarlo sin aplazarlo más.

            Como siempre, es más importante, lo que uno decide hacer, que no lo que a uno le surge en sus circunstancias. Nunca son las circunstancias las que mandan, sino que en todas ellas puede uno santificarse, si actúa en ellas conforme a la Voluntad de Dios (Mt 15, 11 No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre).

4. Que la enfermedad no siempre venga por un pecado personal, no quiere decir que nunca sea así. Y en cualquier caso, si la persona no está en gracia de Dios, es decir, tiene algún pecado mortal sin perdonar, debe en primer lugar ponerse en gracia de Dios, lo cual se consigue mediante la Confesión Sacramental, segunda tabla de salvación para los que han incurrido en culpa mortal después del Bautismo, arrepintiéndose y confesándose de todo lo gravemente contrario a la virtud de la Caridad, a los Mandamientos de Dios y de la Iglesia (los no Bautizados tendrían que recurrir al Bautismo para recibir la gracia santificante). Sería un desorden, pretender la curación del cuerpo, sin pretender la curación del alma. Y cuántas veces, sin duda, la curación de la enfermedad del alma, por sí sola curará  la enfermedad del cuerpo, o colaborará en ello, o hará que se vea de otra manera, con un sentido trascendente. Y al que está libre de culpa mortal, nunca le vendrá mal el repasar su vida espiritual, la cual siempre es posible mejorar en esta vida, e intentar incluso acelerar el paso al hilo de este nuevo acontecimiento, que puede ser, sin duda, una gracia de Dios, y que tenemos que mirar pensando en la eternidad.  No cabe duda de que la vivencia de la fe (la fe viva, animada por la caridad), incluso de forma ordinaria, favorece la salud, por supuesto que respetando el orden con respecto a bienes superiores.

 

               5. Cuántas veces la enfermedad del cuerpo es una manifestación de la enfermedad del alma, y hay que agradecer esta alerta o este aviso. No se trata, pues, solo de determinar el daño físico, e  incluso los mecanismos meramente orgánicos que han conducido a él, sino que hay que pensar en el origen, en la causa, y aquí veremos que no son todos orgánicos los factores que pueden influir o confluir para dar lugar a la enfermedad. Por supuesto que hay enfermedades que, como dice la Sagrada Escritura están para la Gloria de Dios, o para que la virtud pueda ser probada y con ello se puedan ganar más méritos (Libro de Job, etc.)

             Y si en la aparición de una enfermedad no influyen solo factores físicos, no deben ser estos solamente los que se consideren, si quiere uno poner los medios razonables para su curación (todo, por supuesto, dentro del orden querido por Dios), además de aprovechar la manifestación de la enfermedad como un aviso saludable de algo más importante que podría requerir corrección y mejora. Y así ante la manifestación de una enfermedad puede uno plantearse si hay algún factor que por su parte pueda mejorar, sin rechazar de antemano el pensar en esto por temor a verse culpable en algo, ya que si lo rechazase siendo lo contrario lo conveniente, como un saludable arrepentimiento,  en ese caso se perjudicaría y estaría rehuyendo el remedio para la enfermedad,  al menos una parte, además, por supuesto, de privarse de beneficios en otros aspectos más importantes. Pudiera ocurrir que ningún factor personal hubiera intervenido en el origen de la enfermedad, pero esto no es siempre así, o al menos no es lo que tiene que considerarse en principio sin querer pensar. ¿Por qué rechazar el aviso que pudiera suponer la enfermedad, así como todas las enseñanzas que puede traer consigo la enfermedad como una posibilidad de darse cuenta, con mayor profundidad, de la limitación, así como de la  muerte o del fin de la vida, y, al mismo tiempo,  de las posibilidades que se tienen en ella? (si se rehuye el arrepentimiento, se rehuye también una mayor toma de conciencia acerca de la responsabilidad sobre los propios actos, el ser uno consciente de sus propias posibilidades, cooperando por supuesto con la gracia de Dios, y ver con claridad la elección que hacemos constantemente entre el bien y el mal, en actos cotidianos, además, por supuesto, de dicha elección en decisiones más importantes o trascendentes, aunque realmente todo es importante; quien no es fiel en lo poco, tampoco lo es en lo mucho).

            Ante una enfermedad no se trata de volcarse en el tratamiento meramente físico (ni como familiar del enfermo,  incitar en exclusividad a ello).  No puede uno quedarse entretenido en este tipo de terapias, sin atender a otros factores que también influyen en la salud, además de ser más importantes para bienes superiores.

            Y si uno tuviese la suerte de rectificar, al hilo de la aparición de la enfermedad, tiene que tener en cuenta que no necesariamente desaparecerán las quizá consecuencias de actos anteriores, pero debe alegrarse de haber podido atender a lo fundamental. Y, como hemos dicho, la curación de la enfermedad no tiene que verse como una finalidad imprescindible y primordial, sino que todo debe verse según el plan de Dios, y en su orden, poniendo los medios razonables para su curación, dentro de su orden, y si se considera que esa es la Voluntad de Dios; seguir santificándose si uno ya está en gracia (y si no lo está, ponerse en gracia), seguir haciendo el bien que Dios permita, y dejar ya el resultado final al respecto de la curación de la enfermedad física en manos de Dios, que además sabe más, y tiene en cuenta factores, que nosotros no podríamos ni sospechar.

            Sería muy equivocado, ante la enfermedad, el enfoque de pretender incluso positivamente el rehuir cualquier posible sentimiento de culpabilidad, a pesar de que incluso se sabe que la hostilidad está relacionada con todo tipo de enfermedades psicosomáticas (enfermedades en las que la influencia de lo psicológico es más marcada, ya que dicha influencia existe, ordinariamente, en prácticamente todas, si no todas, las enfermedades); y que el estrés, lo cual incluye no solo la circunstancia estresante en sí, sino la forma de afrontarla, disminuye las defensas. 

            Hay que estar en gracia, y hacer lo que Dios diga, que nunca se equivoca.  Que  bien vendría  en estos casos acercarse más a Dios, y vivir la santa libertad de los hijos de Dios, no dejándose llevar simplemente por el ambiente, y por obligaciones impuestas por el mundo, las cuales sirven a muchos intereses malsanos.  Por ejemplo ante el diagnóstico de cáncer, la persona no debe centrarse en exclusividad en la eliminación del mal físico que se ha originado (que podría entretenerla sin poder fácilmente pensar, incluso hasta el final de su vida), sino que puede pensar en los factores que han podido llevarla a ello, sin rehuir, como decíamos,  un saludable sentimiento de culpabilidad, en donde podría estar la auténtica corrección, curación y mejora, al menos de lo fundamental, lo cual podría, sin duda repercutir en la salud. Uno puede saber mucho de sí mismo si se para a pensar y es sincero consigo mismo. Y la finalidad no consiste en que crean que van a salir ganando a la enfermedad, es decir, que se van a curar, contra todo pronóstico, de la enfermedad, lo cual evidentemente no está en mano de uno, al menos en su totalidad; y si pretenden la curación, sin cambiar nada de lo que quizá dio lugar al proceso, claramente no se está favoreciendo la salud. El mejorar auténticamente ya incluye el mejorar la dirección en la propia vida, y en los propios actos, y esto lleva también a no querer asegurarse resultados externos (como sí lo tendería a querer conseguir una actuación ya más interesada de los intereses temporales), ni a poner la seguridad en ellos, y en conseguirlos. No se trata de hacer fuerza para mejorar como sea, sino de poner los medios, pero los auténticos, y confiar en Dios. 

            No cabe duda, incluso, de que la enfermedad, así como el ir creciendo en años, puede ser de los últimos avisos con los que pudiera manifestarnos Dios su Misericordia, brindando quizá el poder salir de la tibieza, pasar del estado de pecador o culpable al de justo, salir de una situación de pecado, o dar un nuevo impulso y crecimiento a la vida espiritual. Nadie, pues, tiene que sentirse ofendido por este planteamiento (ya que, en cualquier caso, mejorar siempre es posible; y a quien esto no pueda aplicarse directamente, quizá sí pueda aplicarse a alguien a quien él atienda, o a quien pueda aconsejar), aunque, por supuesto, que si después de un honesto examen, ve, sinceramente, que no hay nada que mejorar específicamente (o que pudiera estar en el origen de la enfermedad), (más allá, por supuesto, de la mejora ordinaria de cada cristiano), como le ocurrió a Job, y le puede ocurrir a tantas personas, ya que es cierto que todos moriremos, y que si vivimos lo suficiente fácil es que alguno de nuestros órganos, con fecha de caducidad, empiece a fallar, o contraigan lo que se denomina enfermedad, ya que Dios en Su Misericordia, incluso ordinariamente a través de la naturaleza, no cesa de darnos avisos hasta el final, de que esta vida terrena se acaba, ya que esto aunque lo sabemos, en muchas ocasiones no lo sabemos con la suficiente profundidad o comprensión, quizá porque nos olvidamos al distraernos con otros asuntos con que quizá nos apremian, o que nosotros creemos que no podemos retrasar (quedando, como muchas veces ocurre, lo fundamental para lo último, y, por ello, en tantas ocasiones, para nunca); la enfermedad, en este sentido, también pudiera ser una ocasión muy propicia, al ya separarnos de tantos asuntos, o incluso imposibilitarnos para poder encargarnos de ellos. E incluso es posible que el sufrimiento y el dolor, en una naturaleza humana tan sabia, y tan bien diseñada, pueda  hacer que se pierda el gusto para algunos vanos entretenimientos, ya que realmente contamos con muchas ayudas, incluso circunstanciales, para poder encargarnos de lo fundamental. Está claro que todo debe hacerse, o dejar de hacerse, según el orden de la caridad, de la cual no es posible ni la jubilación ni la baja por enfermedad; así como ninguna circunstancia nos priva de esta grandísima y elevadísima posibilidad. Y, para discernir acertadamente, nos será de mucha utilidad la oración personal, y la frecuencia de los Sacramentos, por supuesto que estando en Gracia de Dios, con lo cual se nos aportará la gracia suficiente para llevar a cabo lo determinado (o decidido), así como nos ayudará en cada momento para hacer lo que a Dios agrada. Y, por supuesto, que a nadie le piden más de lo que puede, pero hacer el bien siempre se puede, por supuesto que si la gracia de Dios nos asiste. Y, ni que decir tiene que, con un mejor enfoque en la vida, se  contemplará más fácilmente, e intentará resolver o mejorar, factores no orgánicos que pudieran haber influido en el origen de su enfermedad, o en su evolución,  sin negarse a ello como ocurriría si no se quisiese reconocer aquello en lo que uno tiene que rectificar y puede mejorar, lo que ocurriría con más probabilidad si no se encaminase uno a santificarse, sino que viviese para uno mismo.

             La enfermedad también puede hacer mucho bien a la familia aunque pudiera contrariarla, hacerla sufrir, etc.; ayudándola también a acercarse más a Dios (aunque algunos se alejen precisamente poniendo precisamente una disculpa de este tipo). No cabe duda de que en la familia unos a los otros deben ayudarse a vivir las virtudes, acercarse a Dios por la virtud de la caridad, hacer la Voluntad de Dios, alcanzar la vida eterna, y dar Gloria a Dios;  si, por el contrario, la familia se considerase un fin en sí misma, y no un medio en apoyo de la finalidad personal de cada uno, se harían daño, ya que se impedirían unos a otros levantar los ojos al cielo, a Dios, a lo realmente importante, a aprovechar la vida para hacer el bien, para ganarse el cielo, para lograr la salvación eterna, y dar Gloria a Dios.

            Pero hay tantas presiones en todos los ámbitos para atender a lo menos importante, que siempre hay que hacer un esfuerzo para vivir la auténtica libertad, de anteponer la Voluntad de Dios a cualquier otra consideración. Decía un autor, (Pensamientos o Reflexiones cristianas para todos los días del año, tomo 4. Francisco Nepueu; 1829) : Todas las criaturas gimen con el mayor dolor; por verse violentadas a su pesar, a servir a las vanidades.  Los familiares, en el caso de acompañar a un enfermo,  también deben mirar por los auténticos bienes, y no anteponer a esto el mero bienestar temporal. Cuántas veces se oye: lo más importante es que no sufra, que muera sin dolor, etc.; no cabe duda de que aquí se le plantean muchas disyuntivas a los familiares, y posibilidades de elegir entre lo auténticamente bueno, o solo lo aparente mundanamente. Está el paciente quizá a punto de tener que dar cuenta a Dios de su vida, y de decidirse entonces acerca de su destino por toda la eternidad, ¿y va uno solamente a preocuparse meramente de que no pase unos minutos, horas, o días molesto? La verdad es que es una pena que muchos tengan que morir tan entretenidos por cuestiones meramente temporales, o incluso artificialmente inconscientes, quizá en ocasiones para evitar no el dolor físico, sino el dolor moral, que podría ser aprovechable, si tanto el paciente, como los de alrededor, ayudan al auténtico bien. 

            Es importante no morir con el planteamiento de mera evasión del dolor; sino que hay que enfocarlo todo según Dios, hacia hacer el bien; no buscando meramente el alivio, o comodidad, propias o de los de alrededor. No dejarse presionar en este sentido, ni el paciente, ni los familiares, por lo meramente temporal desordenado. 

             Algunas personas, tanto en la enfermedad, como a una edad avanzada, muestran dificultad para volverse a Dios: Hay personas que al final de sus vidas no piensan en seguir creciendo en la virtud, sino ya en autojustificarse, en el sentido de decir que ya han cumplido, y que ya no tienen nada más de bueno que hacer.  A nadie engañan los que persisten en el error, ya que su misma ceguedad habla sobre su vida moral, y la acusa. Leyendo libros, con qué afán revisan  muchos si incluso ciertos herejes, han reconocido su error y se han arrepentido, siquiera en el lecho de  muerte. En caso negativo, se dice que persistieron en su error. Si hubiese un auténtico arrepentimiento, sería algo loable; y el no reconocer el error (lo cual no es virtud, sino vicio procedente de un desorden, fruto de las pasiones) no quiere decir, por supuesto, el no haber pecado y el no haberse equivocado. En cambio, el reconocer el error, y arrepentirse, y confesarse, demuestra una valentía y hacer el esfuerzo de anteponer la Voluntad de Dios, a la propia soberbia.  Mucha gente no quiere cambiar (ni siquiera en la enfermedad o a la vista del lecho de muerte), porque como dice San Pablo, la caridad humilla, y no quieren humillarse ni siquiera en el último momento, a pesar de que, como dijimos, a nadie engañan, ya que, entre otras cosas, no van a  morir con fama de santos, sino, en todo caso, de personas que no han llamado la atención excesivamente, personas previsibles, metódicas, o cualquier otra adjetivo, que puede denotar ciertas características aparentes, pero no la heroicidad de la santidad.

 

            No quieren humillarse, no quieren combatir la soberbia, y, en definitiva, no quieren la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, la cual es tan saludable. Mueren sin haber conocido el camino de la Vida, y sin querer conocerlo por ser esclavos de su soberbia, y no haber dado, posiblemente, siquiera un paso para liberarse de esto. Y si lo hubieran dado, cooperando con la gracia de Dios Jesucristo les hubiera dado mayores gracias con creces. Y podrían cooperar con obras que Jesucristo les brindase para hacer, con el mérito que esto les supondría, ya que tendrían el mérito de obras en las que actúan como autores secundarios,  que tienen a Jesucristo por autor principal, o causa primera. Por esto llegan a la malicia algunos, empezando por ser esclavos de su propia soberbia.

            Empiezan por no querer ver ni siquiera la tentación de la soberbia, el cual es el primer pecado que se presenta ya en niños, y del cual pedía Tobías a su hijo que no reinase en su corazón; no pidiéndole que la eliminase quizá siendo esto imposible en esta vida, con lo cual siempre hay que estar alerta con respecto a sus ataques. Hay gente que se siente buena por sencillamente seguir la ley del mundo, y tener una conducta toda adaptada a los intereses del mundo, sin querer reconocer los intereses que guían su conducta, y menos la vanidad y la soberbia, que no se ven palpablemente (o son menos tangibles). Por eso que a veces el mal comportamiento exterior, si no es más grave, tiene la ventaja de ser más visible, que el meramente interior (el cual puede alimentar su soberbia ante la misma vista de su exterior), pudiendo ser más fácilmente reconocible, aunque la persona siempre tiene subterfugios para intentar engañarse y terminar intentando pensar que es bueno, aunque solo sea por halagar a un cierto grupo de allegados, ser afectuoso o atento con unas cuantas personas, etc. 

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