1. La enfermedad física no es un mal
absoluto (solo el pecado lo es). Y siendo un mal en el plano corporal, si uno la afronta bien, de ello se pueden
derivar bienes de un orden superior, bienes auténticos como acercarse más a Dios, y la Gloria de
Dios.
2. Y curarse de la enfermedad, aún
pudiendo ser una pretensión legítima en su orden, tampoco puede plantearse como
una finalidad primordial ni como un objetivo imprescindible, y esto se entiende
claramente si tenemos siempre en mente la ordenada jerarquía de los diferentes
bienes por la que es bueno dirigirse, anteponiendo siempre bienes de rango
superior a los materiales o temporales, y nunca al contrario. Dice la Sagrada Escritura, que el que está
enfermo acuda a los sacerdotes para que oren por él. Y en la oración no se
piden los bienes materiales por encima de todo.
3. Hay que dar gracias a Dios por la
enfermedad. Uno puede estar incómodo, molesto, con su enfermedad; quizá piense
que estaría más cómodo sin ella; ¿pero quién le dice por ejemplo, que de cara a
su salvación eterna (o a la de otras personas, o para la Gloria de Dios), no le
es mejor la enfermedad, ya sea por librarle de peligros, brindarle una serie de
experiencias que le hagan reflexionar, incluso evitarle ciertas actividades,
etc.?
Hacer el bien siempre es posible, y
siempre tenemos esa oportunidad (por supuesto que si contamos con la gracia de
Dios); también en la enfermedad, como en cualquier otra circunstancia, habrá
determinadas cosas para las que no tengamos capacidad (y si no tenemos
capacidad para ello, podemos tener la certeza de que Dios no nos las pide, al
menos en ese momento), pero ello no nos impide poder hacer el bien.
Y cuántas veces, además, la
aparición de una enfermedad puede servir de aviso precisamente de algo de orden
superior, que conviene mejorar, o quizá como ayuda para abordarlo sin aplazarlo
más.
Como siempre, es más importante, lo
que uno decide hacer, que no lo que a uno le surge en sus circunstancias. Nunca
son las circunstancias las que mandan, sino que en todas ellas puede uno
santificarse, si actúa en ellas conforme a la Voluntad de Dios (Mt 15, 11 No es
lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la
boca, eso es lo que contamina al hombre).
4.
Que la enfermedad no siempre venga por un pecado personal, no quiere decir que
nunca sea así. Y en cualquier caso, si la persona no está en gracia de Dios, es
decir, tiene algún pecado mortal sin perdonar, debe en primer lugar ponerse en
gracia de Dios, lo cual se consigue mediante la Confesión Sacramental, segunda
tabla de salvación para los que han incurrido en culpa mortal después del
Bautismo, arrepintiéndose y confesándose de todo lo gravemente contrario a la
virtud de la Caridad, a los Mandamientos de Dios y de la Iglesia (los no
Bautizados tendrían que recurrir al Bautismo para recibir la gracia
santificante). Sería un desorden, pretender la curación del cuerpo, sin
pretender la curación del alma. Y cuántas veces, sin duda, la curación de la
enfermedad del alma, por sí sola curará
la enfermedad del cuerpo, o colaborará en ello, o hará que se vea de
otra manera, con un sentido trascendente. Y al que está libre de culpa mortal,
nunca le vendrá mal el repasar su vida espiritual, la cual siempre es posible
mejorar en esta vida, e intentar incluso acelerar el paso al hilo de este nuevo
acontecimiento, que puede ser, sin duda, una gracia de Dios, y que tenemos que
mirar pensando en la eternidad. No cabe
duda de que la vivencia de la fe (la fe viva, animada por la caridad), incluso
de forma ordinaria, favorece la salud, por supuesto que respetando el orden con
respecto a bienes superiores.
5. Cuántas veces la enfermedad del cuerpo es una
manifestación de la enfermedad del alma, y hay que agradecer esta alerta o este
aviso. No se trata, pues, solo de determinar el daño físico, e incluso los mecanismos meramente orgánicos
que han conducido a él, sino que hay que pensar en el origen, en la causa, y
aquí veremos que no son todos orgánicos los factores que pueden influir o
confluir para dar lugar a la enfermedad. Por supuesto que hay enfermedades que,
como dice la Sagrada Escritura están para la Gloria de Dios, o para que la
virtud pueda ser probada y con ello se puedan ganar más méritos (Libro de Job,
etc.)
Y si en la aparición de una enfermedad no
influyen solo factores físicos, no deben ser estos solamente los que se
consideren, si quiere uno poner los medios razonables para su curación (todo,
por supuesto, dentro del orden querido por Dios), además de aprovechar la
manifestación de la enfermedad como un aviso saludable de algo más importante
que podría requerir corrección y mejora. Y así ante la manifestación de una
enfermedad puede uno plantearse si hay algún factor que por su parte pueda
mejorar, sin rechazar de antemano el pensar en esto por temor a verse culpable
en algo, ya que si lo rechazase siendo lo contrario lo conveniente, como un
saludable arrepentimiento, en ese caso
se perjudicaría y estaría rehuyendo el remedio para la enfermedad, al menos una parte, además, por supuesto, de
privarse de beneficios en otros aspectos más importantes. Pudiera ocurrir que
ningún factor personal hubiera intervenido en el origen de la enfermedad, pero
esto no es siempre así, o al menos no es lo que tiene que considerarse en
principio sin querer pensar. ¿Por qué rechazar el aviso que pudiera suponer la
enfermedad, así como todas las enseñanzas que puede traer consigo la enfermedad
como una posibilidad de darse cuenta, con mayor profundidad, de la limitación,
así como de la muerte o del fin de la
vida, y, al mismo tiempo, de las
posibilidades que se tienen en ella? (si se rehuye el arrepentimiento, se
rehuye también una mayor toma de conciencia acerca de la responsabilidad sobre
los propios actos, el ser uno consciente de sus propias posibilidades,
cooperando por supuesto con la gracia de Dios, y ver con claridad la elección
que hacemos constantemente entre el bien y el mal, en actos cotidianos, además,
por supuesto, de dicha elección en decisiones más importantes o trascendentes,
aunque realmente todo es importante; quien no es fiel en lo poco, tampoco lo es
en lo mucho).
Ante una enfermedad no se trata de
volcarse en el tratamiento meramente físico (ni como familiar del enfermo, incitar en exclusividad a ello). No puede uno quedarse entretenido en este
tipo de terapias, sin atender a otros factores que también influyen en la
salud, además de ser más importantes para bienes superiores.
Y si uno tuviese la suerte de
rectificar, al hilo de la aparición de la enfermedad, tiene que tener en cuenta
que no necesariamente desaparecerán las quizá consecuencias de actos
anteriores, pero debe alegrarse de haber podido atender a lo fundamental. Y,
como hemos dicho, la curación de la enfermedad no tiene que verse como una finalidad
imprescindible y primordial, sino que todo debe verse según el plan de Dios, y
en su orden, poniendo los medios razonables para su curación, dentro de su
orden, y si se considera que esa es la Voluntad de Dios; seguir santificándose
si uno ya está en gracia (y si no lo está, ponerse en gracia), seguir haciendo
el bien que Dios permita, y dejar ya el resultado final al respecto de la
curación de la enfermedad física en manos de Dios, que además sabe más, y tiene
en cuenta factores, que nosotros no podríamos ni sospechar.
Sería muy equivocado, ante la
enfermedad, el enfoque de pretender incluso positivamente el rehuir cualquier posible sentimiento de
culpabilidad, a pesar de que incluso se sabe que la hostilidad está relacionada
con todo tipo de enfermedades psicosomáticas (enfermedades en las que la
influencia de lo psicológico es más marcada, ya que dicha influencia existe,
ordinariamente, en prácticamente todas, si no todas, las enfermedades); y que
el estrés, lo cual incluye no solo la circunstancia estresante en sí, sino la
forma de afrontarla, disminuye las defensas.
Hay que estar en gracia, y hacer lo
que Dios diga, que nunca se equivoca.
Que bien vendría en estos casos acercarse más a Dios, y vivir
la santa libertad de los hijos de Dios, no dejándose llevar simplemente por el
ambiente, y por obligaciones impuestas por el mundo, las cuales sirven a muchos
intereses malsanos. Por ejemplo ante el
diagnóstico de cáncer, la persona no debe centrarse en exclusividad en la
eliminación del mal físico que se ha originado (que podría entretenerla sin
poder fácilmente pensar, incluso hasta el final de su vida), sino que puede
pensar en los factores que han podido llevarla a ello, sin rehuir, como
decíamos, un saludable sentimiento de
culpabilidad, en donde podría estar la auténtica corrección, curación y mejora,
al menos de lo fundamental, lo cual podría, sin duda repercutir en la salud.
Uno puede saber mucho de sí mismo si se para a pensar y es sincero consigo
mismo. Y la finalidad no consiste en que crean que van a salir ganando a la
enfermedad, es decir, que se van a curar, contra todo pronóstico, de la
enfermedad, lo cual evidentemente no está en mano de uno, al menos en su
totalidad; y si pretenden la curación, sin cambiar nada de lo que quizá dio lugar
al proceso, claramente no se está favoreciendo la salud. El mejorar
auténticamente ya incluye el mejorar la dirección en la propia vida, y en los
propios actos, y esto lleva también a no querer asegurarse resultados externos
(como sí lo tendería a querer conseguir una actuación ya más interesada de los
intereses temporales), ni a poner la seguridad en ellos, y en conseguirlos. No
se trata de hacer fuerza para mejorar como sea, sino de poner los medios, pero
los auténticos, y confiar en Dios.
No cabe duda, incluso, de que la
enfermedad, así como el ir creciendo en años, puede ser de los últimos avisos
con los que pudiera manifestarnos Dios su Misericordia, brindando quizá el
poder salir de la tibieza, pasar del estado de pecador o culpable al de justo,
salir de una situación de pecado, o dar un nuevo impulso y crecimiento a la
vida espiritual. Nadie, pues, tiene que sentirse ofendido por este
planteamiento (ya que, en cualquier caso, mejorar siempre es posible; y a quien
esto no pueda aplicarse directamente, quizá sí pueda aplicarse a alguien a
quien él atienda, o a quien pueda aconsejar), aunque, por supuesto, que si
después de un honesto examen, ve, sinceramente, que no hay nada que mejorar
específicamente (o que pudiera estar en el origen de la enfermedad), (más allá,
por supuesto, de la mejora ordinaria de cada cristiano), como le ocurrió a Job,
y le puede ocurrir a tantas personas, ya que es cierto que todos moriremos, y
que si vivimos lo suficiente fácil es que alguno de nuestros órganos, con fecha
de caducidad, empiece a fallar, o contraigan lo que se denomina enfermedad, ya
que Dios en Su Misericordia, incluso ordinariamente a través de la naturaleza,
no cesa de darnos avisos hasta el final, de que esta vida terrena se acaba, ya
que esto aunque lo sabemos, en muchas ocasiones no lo sabemos con la suficiente
profundidad o comprensión, quizá porque nos olvidamos al distraernos con otros
asuntos con que quizá nos apremian, o que nosotros creemos que no podemos
retrasar (quedando, como muchas veces ocurre, lo fundamental para lo último, y,
por ello, en tantas ocasiones, para nunca); la enfermedad, en este sentido,
también pudiera ser una ocasión muy propicia, al ya separarnos de tantos
asuntos, o incluso imposibilitarnos para poder encargarnos de ellos. E incluso
es posible que el sufrimiento y el dolor, en una naturaleza humana tan sabia, y
tan bien diseñada, pueda hacer que se
pierda el gusto para algunos vanos entretenimientos, ya que realmente contamos
con muchas ayudas, incluso circunstanciales, para poder encargarnos de lo
fundamental. Está claro que todo debe hacerse, o dejar de hacerse, según el
orden de la caridad, de la cual no es posible ni la jubilación ni la baja por
enfermedad; así como ninguna circunstancia nos priva de esta grandísima y elevadísima
posibilidad. Y, para discernir acertadamente, nos será de mucha utilidad la
oración personal, y la frecuencia de los Sacramentos, por supuesto que estando
en Gracia de Dios, con lo cual se nos aportará la gracia suficiente para llevar
a cabo lo determinado (o decidido), así como nos ayudará en cada momento para
hacer lo que a Dios agrada. Y, por supuesto, que a nadie le piden más de lo que
puede, pero hacer el bien siempre se puede, por supuesto que si la gracia de
Dios nos asiste. Y, ni que decir tiene que, con un mejor enfoque en la vida,
se contemplará más fácilmente, e
intentará resolver o mejorar, factores no orgánicos que pudieran haber influido
en el origen de su enfermedad, o en su evolución, sin negarse a ello como ocurriría si no se quisiese
reconocer aquello en lo que uno tiene que rectificar y puede mejorar, lo que
ocurriría con más probabilidad si no se encaminase uno a santificarse, sino que
viviese para uno mismo.
La enfermedad también puede hacer mucho bien a
la familia aunque pudiera contrariarla, hacerla sufrir, etc.; ayudándola
también a acercarse más a Dios (aunque algunos se alejen precisamente poniendo
precisamente una disculpa de este tipo). No cabe duda de que en la familia unos
a los otros deben ayudarse a vivir las virtudes, acercarse a Dios por la virtud
de la caridad, hacer la Voluntad de Dios, alcanzar la vida eterna, y dar Gloria
a Dios; si, por el contrario, la familia
se considerase un fin en sí misma, y no un medio en apoyo de la finalidad
personal de cada uno, se harían daño, ya que se impedirían unos a otros
levantar los ojos al cielo, a Dios, a lo realmente importante, a aprovechar la
vida para hacer el bien, para ganarse el cielo, para lograr la salvación
eterna, y dar Gloria a Dios.
Pero hay tantas presiones en todos
los ámbitos para atender a lo menos importante, que siempre hay que hacer un
esfuerzo para vivir la auténtica libertad, de anteponer la Voluntad de Dios a
cualquier otra consideración. Decía un autor, (Pensamientos o Reflexiones
cristianas para todos los días del año, tomo 4. Francisco Nepueu; 1829) : Todas las criaturas gimen con el
mayor dolor; por verse violentadas a su pesar, a servir a las vanidades. Los familiares, en el caso de acompañar a un
enfermo, también deben mirar por los
auténticos bienes, y no anteponer a esto el mero bienestar temporal. Cuántas
veces se oye: lo más importante es que no sufra, que muera sin dolor, etc.; no
cabe duda de que aquí se le plantean muchas disyuntivas a los familiares, y
posibilidades de elegir entre lo auténticamente bueno, o solo lo aparente
mundanamente. Está el paciente quizá a punto de tener que dar cuenta a Dios de
su vida, y de decidirse entonces acerca de su destino por toda la eternidad, ¿y
va uno solamente a preocuparse meramente de que no pase unos minutos, horas, o
días molesto? La verdad es que es una pena que muchos tengan que morir tan
entretenidos por cuestiones meramente temporales, o incluso artificialmente
inconscientes, quizá en ocasiones para evitar no el dolor físico, sino el dolor
moral, que podría ser aprovechable, si tanto el paciente, como los de
alrededor, ayudan al auténtico bien.
Es importante no morir con el
planteamiento de mera evasión del dolor; sino que hay que enfocarlo todo según
Dios, hacia hacer el bien; no buscando meramente el alivio, o comodidad,
propias o de los de alrededor. No dejarse presionar en este sentido, ni el
paciente, ni los familiares, por lo meramente temporal desordenado.
Algunas personas, tanto en la enfermedad, como
a una edad avanzada, muestran dificultad para volverse a Dios: Hay personas que
al final de sus vidas no piensan en seguir creciendo en la virtud, sino ya en
autojustificarse, en el sentido de decir que ya han cumplido, y que ya no
tienen nada más de bueno que hacer. A
nadie engañan los que persisten en el error, ya que su misma ceguedad habla
sobre su vida moral, y la acusa. Leyendo libros, con qué afán revisan muchos si incluso ciertos herejes, han
reconocido su error y se han arrepentido, siquiera en el lecho de muerte. En caso negativo, se dice que
persistieron en su error. Si hubiese un auténtico arrepentimiento, sería algo
loable; y el no reconocer el error (lo cual no es virtud, sino vicio procedente
de un desorden, fruto de las pasiones) no quiere decir, por supuesto, el no
haber pecado y el no haberse equivocado. En cambio, el reconocer el error, y
arrepentirse, y confesarse, demuestra una valentía y hacer el esfuerzo de
anteponer la Voluntad de Dios, a la propia soberbia. Mucha gente no quiere cambiar (ni siquiera en
la enfermedad o a la vista del lecho de muerte), porque como dice San Pablo, la
caridad humilla, y no quieren humillarse ni siquiera en el último momento, a
pesar de que, como dijimos, a nadie engañan, ya que, entre otras cosas, no van
a morir con fama de santos, sino, en
todo caso, de personas que no han llamado la atención excesivamente, personas
previsibles, metódicas, o cualquier otra adjetivo, que puede denotar ciertas
características aparentes, pero no la heroicidad de la santidad.
No quieren humillarse, no quieren
combatir la soberbia, y, en definitiva, no quieren la Cruz de Nuestro Señor
Jesucristo, la cual es tan saludable. Mueren sin haber conocido el camino de la
Vida, y sin querer conocerlo por ser esclavos de su soberbia, y no haber dado,
posiblemente, siquiera un paso para liberarse de esto. Y si lo hubieran dado,
cooperando con la gracia de Dios Jesucristo les hubiera dado mayores gracias
con creces. Y podrían cooperar con obras que Jesucristo les brindase para
hacer, con el mérito que esto les supondría, ya que tendrían el mérito de obras
en las que actúan como autores secundarios,
que tienen a Jesucristo por autor principal, o causa primera. Por esto
llegan a la malicia algunos, empezando por ser esclavos de su propia soberbia.
Empiezan por no querer ver ni
siquiera la tentación de la soberbia, el cual es el primer pecado que se
presenta ya en niños, y del cual pedía Tobías a su hijo que no reinase en su
corazón; no pidiéndole que la eliminase quizá siendo esto imposible en esta
vida, con lo cual siempre hay que estar alerta con respecto a sus ataques. Hay
gente que se siente buena por sencillamente seguir la ley del mundo, y tener
una conducta toda adaptada a los intereses del mundo, sin querer reconocer los
intereses que guían su conducta, y menos la vanidad y la soberbia, que no se
ven palpablemente (o son menos tangibles). Por eso que a veces el mal
comportamiento exterior, si no es más grave, tiene la ventaja de ser más
visible, que el meramente interior (el cual puede alimentar su soberbia ante la
misma vista de su exterior), pudiendo ser más fácilmente reconocible, aunque la
persona siempre tiene subterfugios para intentar engañarse y terminar
intentando pensar que es bueno, aunque solo sea por halagar a un cierto grupo
de allegados, ser afectuoso o atento con unas cuantas personas, etc.
No hay comentarios:
Publicar un comentario