sábado, 27 de junio de 2015

EXTRAÍDO DE CATECISMO


EXTRAÍDO DE CATECISMO
 
            El que había recibido un talento fue arrojado a las tinieblas, no por haberle perdido, sino por la flojedad en no haber adelantado en la virtud. Mt. 25, 30. El árbol maldito tuvo esta desgracia, no porque fuese dañoso, sino porque se encontró sin fruto. Mt. 21, 19. La higuera fue mandada cortar porque ocupaba la tierra inútilmente. Lc. 13, 7. Las vírgenes necias quedaron exluidas, no por malas obras que hubieran cometido, sino por su negligencia. Mt. 25, 10.  Parábola del sembrador;: el poco fruto que causa en nosotros la palabra divina, por la mala disposición con que se oye.  Todo lo cual nos amonesta la exactitud y cuidado con que debemos obrar la salvación, siguiendo el camino de los mandamientos con la mira puesta en los Cielos, y cerrando del todo los ojos a las cosas de la tierra, que pueden estorbarnos la jornada. A esto nos excita el mismo Jesucristo cuando nos dice, que los que ponen la mano en el arado, y miran hacia atrás, no son a propósito para el reino de Dios: que las recaídas en el pecado ponen al alma en peor estado que el primero; y siendo esto así, ¡cuál será por fin, el de la que recae muchas veces, si en cada una se empeora! que en todo debemos proceder según la vocación que tenemos de ser santos, dando a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César: que en nada nos es lícito obrar por mero gusto, y sin necesidad, habiendo de dar cuenta hasta de las palabras ociosas, pues solo por inútiles, y no necesarias, son malas: que trabajemos mientras se nos concede tiempo, en el único negocio que importa, acordándonos que ha de venir la noche en que nadie podrá trabajar; y en fin, que vivamos con cuidado, y estemos siempre dispuestos a salir bien de este mundo, cuando se nos llame, porque ha de venir el mismo Jesucristo en la hora que no pensamos. 
            Unos merecerán su aborrecimiento;  los que hubieran vivido sujetos a Jesucristo por caridad merecerán Su amor; todo lo cual, tan diferente, depende únicamente del corto espacio de esta vida.
    El que no hubiese amado a Jesucristo durante la vida, no le amará durante la eternidad; y el que verdaderamente le hubiere amado, jamás cesará de amarle, y gozar de los efectos de Su amor. Por donde se ve, que según el amor que tengamos a Jesucristo, podemos formar un juicio bastantemente sólido sobre nuestra suerte eterna; y la regla para conocer este amor, es el cuidado, o flojedad con que procedemos en ajustar nuestra vida a sus ejemplos, y preceptos.
 
De los enemigos del alma
 
P.- ¿Cuáles son los enemigos del alma? R.- Mundo, demonio y carne.
P.- ¿Pueden forzar el alma a que peque? R.- No, padre, sino inclinarla con tentaciones.
P.- ¿Y por qué permite Dios las tentaciones? R.- Para nuestro ejercicio y mayor corona.
P.- ¿Qué es el mundo? R.- El mundo como enemigo del alma, son los malos y perversos.
P.- ¿Cómo nos tienta? R.- Con máximas y usos contrarios a la Doctrina cristiana.
P.- ¿Qué remedio? R.- La ley de Dios y los usos de los santos.
P.- ¿Quiénes son los demonios? R.- Ángeles malos y rebeldes a Dios, condenados al infierno.
P.- Satanás o Lucifer, ¿quién es? R.- El peor y más soberbio de los demonios.
P.- El demonio, ¿cómo nos tienta?
R.- Poniéndonos allá dentro malos pensamientos, y tropiezos por fuera.
P.- ¿Qué remedio para los malos pensamientos? R.- Los buenos, la Cruz y el agua bendita.
P.- Contra las malas ocasiones, ¿qué remedio? R.- El mejor de todos es huirlas.
P.- ¿Y cuando esto no se puede? R.- Prevenirlas con oración, modestia y recato.
P.- ¿A qué enemigo llamamos la carne?
R.- A nuestro propio cuerpo, que se rebela contra el alma.
P.- ¿Cómo nos tienta? R.- Con inclinaciones y pasiones malas.
P.- ¿Qué son esas pasiones? R.- Ímpetus o perturbaciones interiores que comúnmente ciegan.
P.- ¿Qué remedio contra ellas? R.- Refrenarlas, acudiendo a Dios y castigando el cuerpo.
Descúbranse a un prudente confesor las tentaciones y ocasiones que nos molestan.
Sin repetir lo dicho al explicar el Padre nuestro y los Mandamientos, resta aquí añadir algo acerca de las pasiones. Residen en nuestro apetito sensitivo: seis en su parte concupiscible, y son: amor y odio, deseo y fuga, gozo y tristeza: cinco, en su parte irascible, a saber: esperanza y desesperación, audacia y temor, y la ira. El amor de la voluntad no es pasión, pero lo es el amor sensitivo, y lo mismo se diga del odio y otros afectos. Las pasiones las da el Criador, y por tanto no son malas, antes sirven poderosamente a la virtud; así los santos aman a Dios no sólo con amor de preferencia y puramente racional, sino con todo el ímpetu de la pasión, y juntan la audacia a la fortaleza, en sufrir y acometer cosas arduas del divino servicio. El tener vulgarmente por malas las pasiones nace, de que, por efecto del pecado, las sentimos rebelarse contra la razón, y del general abuso que de ellas se hace.
El cristiano prudente examina la tendencia de las suyas, porque en unos levanta la cabeza, v. gr., la audacia, en otros el temor; y como de la pasión que en cada cual domina, nacen para él los mayores peligros de pecar, es de suma importancia el conocerla y combatirla. Sobre todo el amor, fuente de las otras, lo hemos de dirigir con esfuerzo a Dios y a la virtud, apartándolo de todo lo malo o peligroso. Para no errar el golpe es bueno consultar a un prudente director espiritual, descubriéndole no sólo nuestros pecados, sino nuestras inclinaciones, y las ocasiones de pecar que nos rodean.
Sobre los vicios capitales
P.- Decid ¿cuáles son los pecados o vicios capitales?
R.- Los vicios capitales son siete: el primero, soberbia; el segundo, avaricia; el tercero, lujuria; el cuarto, ira desordenada; el quinto, gula; el sexto, envidia; el séptimo, pereza.
P.- ¿Por qué los llamáis capitales? R.- Porque son cabezas o raíces de otros vicios.
P. -¿Cuándo sus actos son pecado mortal? R.- Cuando con ellos se quebranta algún Mandamiento de Dios o de la Iglesia en materia grave.
P.- ¿Qué es soberbia? R.- Apetito desordenado de ser preferido a otro.
P.- ¿Qué es avaricia? R.- Apetito desordenado de hacienda.
P.- ¿Y lujuria? R.- Apetito desordenado de sucios y carnales deleites.
P.- ¿Qué es ira desordenada? R.- Apetito de venganza injusta, o en el motivo o en el modo.
P.- ¿Qué es gula? R.- Apetito desordenado de comer y beber.
P.- ¿Y envidia? R.- Pesar del bien ajeno.
P.- ¿Y pereza o acidia? R.- Caimiento de ánimo en el bien obrar.
P.- ¿Es pecado sentir esos malos apetitos? R.- No, que el pecado está en quererlos y no refrenarlos. Contra estos siete vicios hay siete virtudes:
Contra soberbia, humildad. Contra avaricia, largueza. Contra lujuria, castidad.Contra ira, paciencia. Contra gula, templanza. Contra envidia, caridad. Contra pereza, diligencia.
Las pasiones, si no se doman y dirigen al bien, arrastran al pecado, cuya frecuentación produce el vicio. El saber cuáles son los capitales, o capitanes, como los llama el V. P. Lapuente, importa para huir de ellos con particular diligencia; y al que se halla enredado en alguno, para que examine la pasión que a él le ha conducido, y ponga remedio en la raíz, señoreando la tal pasión y teniéndola a raya. Explicado un vicio, explicaremos la virtud con que lo hemos de combatir.
Soberbia y humildad
El soberbio se estima falsamente en más de lo que es, y ansía sobreponerse a otros. Se atribuye a sí solo el bien que de Dios, o también de los hombres, ha recibido, y desea señalarse con desprecio de los demás. De ahí el apetito desordenado de honores y dignidades, de alabanzas y aplausos; y a veces la hipocresía, terquedad y rebeldía, que arrastra, si no se ataja, a la revolución, al cisma, a la herejía y total apostasía, prefiriendo el propio dictamen y querer al de la autoridad, al de la Iglesia, al del mismo Dios, con quien el soberbio pretende igualarse o a quien formalmente desprecia. Éste fue el pecado de Lucifer, a quien, como nota León XIII, imitan hoy los racionalistas en la filosofía, y los liberales en la política.
El humilde, por el contrario, se tiene por lo que verdaderamente es, y obra conforme a ese conocimiento. Reconoce que cuanto bueno tenemos es don de Dios, que lo propio nuestro es la nada, maldad y flaqueza, que sin la ayuda de Dios cometeríamos los mayores crímenes, que Dios abate al que confía en sus propias fuerzas y ensalza al que sólo confía en la gracia divina. Por eso a Dios da la gloria y alabanza, y para sí prefiere los desprecios; de nada bueno se reputa capaz   -388-   por sí mismo, pero estribando en Dios, lleva a cabo obras sobrehumanas y divinas.
El mundo, ciego por la soberbia, no entiende esta doctrina; pero ella es de Dios, y las vidas de Jesu-Cristo, de la Virgen y de los santos la confirman.
Avaricia y largueza
El avaro es duro con el prójimo, miserable consigo, vive en continua zozobra, y se mancha frecuentemente con fraudes y otras injusticias, devorado por la sed de más y más oro, que es su ídolo, a quien sacrifica tiempo, desvelos, bienestar de la familia, la fama, la salud y el alma.
Por el contrario, la largueza o liberalidad reparte generosamente en obras de Religión, de misericordia o de bien público, cuanto puede sin incurrir en la prodigalidad, que descuida la hacienda y la derrocha faltando a los deberes.
Lujuria y castidad
El deshonesto, dice el Apóstol, peca contra el propio cuerpo, que Dios nos da, para que domándolo lo hagamos instrumento de actos virtuosos; profana el templo vivo del Espíritu Santo, que somos nosotros mismos; envilece su alma abajando la razón y voluntad a una vida bestial; de ahí que ese vicio enerva la voluntad y la hace débil e inconstante; amortigua la inteligencia, y la hace inconsiderada y ciega; gasta y aniquila el cuerpo, al paso que la carne es su ídolo; hace aborrecibles los gustos del espíritu, y arrastra a menudo a la desesperación y al odio de Dios.
La castidad, por el contrario, inclina a la pureza, y es de tres clases: virginal, conyugal y vidual. La primera consiste en la abstención de todo deleite sensual; la segunda es propia de los que en el estado del matrimonio se abstienen de todo placer ilícito; y la tercera, de los que han sido casados, y no quieren volver a  contraer matrimonio, permaneciendo en perfecta continencia.
El divino Maestro nos enseña que lo más perfecto es conservarse virgen toda la vida, porque así el hombre está más dispuesto para darse a solo Dios, y se asemeja a los santos y ángeles del cielo y al mismo Dios, siguiendo el ejemplo de Cristo, de su Madre, de san José, san Juan Bautista, san Juan Evangelista y de innumerables coros de vírgenes de uno y otro sexo, que son gloria de la Iglesia católica, y a quienes Dios Nuestro Señor suele comunicarse más familiarmente.
Con todo, se contentó con aconsejar la virginidad perpetua a los que se sienten fuertes para guardarla, y con prohibir todo deleite sensual que no sea por vía de matrimonio. También aconseja a los casados que, si ambos quieren, guarden continencia, y a los viudos que permanezcan en su estado.
Ira desordenada y paciencia
La ira, según antes dijimos, es una pasión, y puede, como las otras, ser instrumento de la virtud, como cuando Cristo Nuestro Señor se airaba contra los escribas y fariseos, y arrojó a latigazos los profanadores del templo.
Sólo es viciosa cuando es desordenada, y entonces suele prorrumpir en furia, contumelias, maldiciones y blasfemias, y es causa de riñas, duelos y homicidios; se ensaña y deleita en castigar más de lo justo hombres y animales.
La ira, si no es viciosa, no se opone a la mansedumbre y paciencia, pues estas virtudes no quitan toda clase de ira; sino que refrenan la mala y ponen límite justo a la buena, llegando hasta hacer que suframos los trabajos, no sólo con resignación, sino hasta con alegría. Los mundanos de este siglo yerran doblemente, cuando por un lado reprueban la justa ira de los católicos contra el mal, y al superior que castiga a los malos; y ellos por otro se enfurecen contra todo lo bueno y persiguen a todos los buenos.
Gula y templanza
La gula se manifiesta principalmente en el exceso de los manjares y bebidas, y en el ansia de regalar con ellos el gusto; llámase embriaguez, cuando la bebida priva del uso de la razón, lo cual, hecho por deleite, es pecado mortal. La gula envilece a la persona, enerva los sentidos, daña a la salud, embota la inteligencia, y produce una alegría necia, chocarrera y torpe, con otros crímenes. La templanza y sobriedad son higiénicas, y sirven para tener a raya las pasiones, y expedita y clara la inteligencia.
Envidia y caridad
La envidia, vicio rastrero y vil, se anida en el corazón soberbio, y engendra los juicios temerarios, la murmuración, los chismes y hasta el odio, con todas sus consecuencias. Otros vicios producen algún bien, siquiera sea falso o torpe; el envidioso se ceba, como los demonios, en destruir el bien. Por soberbia y envidia se rebeló Lucifer contra el Criador; por envidia hizo caer a nuestros primeros padres, e introdujo en el mundo la muerte con todas las desdichas; por envidia asesinó Caín a su hermano Abel, y la envidia está todos los días metiendo cizaña en las familias y en los pueblos, siendo el envidioso reo ante Dios y ante los hombres de incalculables daños. Muy bien suelen comparar al envidioso al perro del hortelano, que ni él come las berzas, ni deja que otros las coman.
La caridad, por el contrario, como hija del cielo, se goza con el bien y prosperidad de todos, y siente sus males como propios. La ciencia y virtudes ajenas despiertan en el buen cristiano una santa emulación, pero no la ruin envidia.
Avergüéncese de sí mismo quien fomente inclinación tan baja, pida a Jesu-Cristo la caridad y ejercítela con todos los hombres. No es envidia apenarse de la pujanza de los malos por los daños que ocasiona, porque aquélla es un mal hasta para ellos mismos.
Pereza y diligencia
Otro vicio ignominioso es la pereza, que priva de los frutos que el obrar bien trae en esta vida y en la eterna. Perezosos no son únicamente los dormilones, sino también aquellos para quienes la vida es un pasatiempo, que en vez de darse a la práctica de la religión, a cumplir con sus deberes, a hacerse útiles a todos, ni acuden a la Iglesia, ni miran por su familia, ni se les da nada por las necesidades del prójimo, siendo su ocupación más inocente el no hacer nada; el juego, el café, el tocador, el teatro, el baile, las novelas y parlería perpetua, he ahí su ocupación más continua, y la que más les preocupa; son los zánganos de la colmena social.
Por lo demás, el sentir esos malos instintos y dificultad para las cosas de Dios, no es el pecado, sino fruto del pecado que vició nuestra naturaleza; el pecado está, como advierte el Catecismo, en dejarse llevar de la mala inclinación, en vez de obrar contra ella, valiéndonos de la virtud opuesta, y conseguir así un triunfo que Dios Nuestro Señor premia colmadamente.


Sobre las virtudes teologales
 
P.- Además de las siete virtudes dichas, ¿qué otras hay?
R.- Tres teologales y cuatro cardinales.
P.- Decid las teologales. R.- Son tres. Fe, Esperanza y Caridad.
P.- ¿Qué cosa es virtud? R.- Una cualidad permanente que inclina a bien obrar.
P.- ¿Por qué esas tres se llaman teologales o divinas?
R.- Porque su objeto es Dios, y de Dios sólo las podemos haber.
Teologal es lo mismo que divina, y las tres que llevan ese nombre son las más excelentes de todas, y nunca las podríamos tener, si Dios graciosamente no las infundiera. Las demás pueden ser adquiridas por nuestras fuerzas naturales, o como inherentes a la complexión individual; y también infusas por Dios, sobrenaturales y gratuitas, dadas, no por nuestros méritos, sino por los de Cristo, que se nos aplican por los Santos Sacramentos.
Las naturales adquiridas son efecto de muchos actos buenos de una misma especie, como el hábito malo o vicio lo es de muchos actos malos; y tanto ese hábito bueno como el malo dan facilidad en sus propios actos, y dificultad para los opuestos. Como no se adquieren con un solo acto, tampoco se pierden generalmente sino con varios; y así se explica que un vicioso, aunque con una buena confesión reciba la gracia y las virtudes infusas, no por eso deje de sentir dificultad en los actos virtuosos contrarios al vicio que le dominaba; se le ha quitado el pecado, pero no la propensión a él; posee la gracia de Dios, pero es preciso que, con ella y la virtud infusa, venza aquella gran propensión al mal, y a fuerza de actos virtuosos destruya la facilidad para aquel mal y adquiera la facilidad en el bien, asegurando así la santa perseverancia. No es lo mismo ser uno muy inclinado, v. gr., a la deshonestidad, y ser débil y fácil en darle a ella; pues aquella inclinación puede provenir o del natural o de sugestión diabólica, y hallarse en persona que nunca haya pecado en esa materia. Vengan de donde vengan, es preciso luchar con denuedo contra las malas propensiones.
P.- ¿Qué es Fe católica? R.- Una luz y conocimiento sobrenatural con que, sin ver, creemos lo que Dios y la Iglesia romana nos propone.
P.- Además de lo dicho al explicar el Credo, ¿cómo se conoce que la Iglesia católica es Maestra divina? P.- Por el modo divino con que se estableció en el mundo, y se conserva.
P.- ¿Cómo se estableció? R.- Predicando doce hombres, despreciables según el mundo, misterios sublimísimos, moral santísima, y muriendo en testimonio del Evangelio.
P.- ¿No se propagó con milagros? R.- Sí, pero eso mismo prueba ser de Dios la doctrina.
P.- ¿Y si alguien negara esos milagros? R.- A eso respondió hace catorce siglos san Agustín: que el propagarse una tal doctrina sin milagros hubiera sido mayor milagro.
P.- ¿Y qué más se responde? R.- Que negar esos milagros es negar toda la Historia.
P.- ¿Y si dijera que son imposibles los milagros? R.- Le respondería como a quien, no queriendo abrir los ojos, se obstinara en que es imposible la luz que todos vemos.
P.- ¿Quiénes se establecen matando o corrompiendo a los que no los siguen? R.- Los herejes, ...
P.- ¿Cómo se conserva la Iglesia? R.- Con la misma doctrina y el mismo Jefe para los católicos de todo el mundo, presenciando siempre la caída de sus enemigos.
P.- ¿No dicen que la Iglesia romana ha cambiado de doctrina?
R.- La Historia muestra ser falso, y que los que la cambian son los que eso dicen.
Bien está, y quien desee verlo por sí mismo, estudie Historia en vez de leer novelas.
P.- Y el progreso, ¿no exige que la Iglesia cambie? R.- No es progreso destruir la obra de Dios, sino el apreciarla más, y sacar de ella más provecho.
P.- Quién promueve ese verdadero progreso? La Iglesia romana y todos los verdaderamente sabios.
Hagamos, sin embargo, alguna breve reflexión. El motivo por que creemos las cosas de la fe, es la palabra del mismo Dios que las revela; y el medio por el cual sabemos esa revelación es el testimonio de la Iglesia católica romana. En el artículo: Creo la Santa Iglesia Católica, pusimos las notas o credenciales que nos ofrece la Iglesia para convencernos, de que Jesu-Cristo la ha constituido en Maestra infalible de la fe y costumbres, dándole autoridad suprema en cuanto concierne a la Religión directa o indirectamente. En este lugar añade el Catecismo dos razones de esto mismo, y son el modo sobrehumano y divino con que la Iglesia se propagó y con que se conserva.
La propagaron los Apóstoles, judíos sin prestigio, sin ciencia humana, sin riquezas ni armas, predicando la necesidad de creer los misterios de la Santísima Trinidad, Encarnación y Redención; que Jesu-Cristo crucificado es Dios, y que resucitó y subió al cielo; que está realmente en el Santísimo Sacramento y vendrá a juzgar a todos los hombres y darles cielo o infierno; condenando los que las naciones adoraban por dioses y además todos los vicios; exigiendo la práctica de todas las virtudes para no condenarse; aconsejando obras de perfección sobrehumana como la virginidad perpetua, el dar todos sus bienes a los pobres, la penitencia más austera. Estas cosas persuadían con el ejemplo, practicando ellos lo que mandaban y aconsejaban en nombre de Cristo; no persiguiendo ni matando a los contrarios, sino sufriendo con paciencia, y dejándose matar en testimonio de la verdad que predicaban. A poco tiempo el mundo era cristiano, destruyó los ídolos, adoró la Cruz, creyó los misterios de nuestra santa Fe, y cambió de costumbres. ¿Quién sino el Todopoderoso puede hacer obra semejante? Si se hubiera hecho sin milagros, todavía sería más asombrosa; se hizo con milagros, y esto mismo prueba ser de Dios. Negar los milagros es negar lo que se ve; y negar que Dios puede hacerlos o dar esa facultad a quien le place, es negar a Dios; porque ¿qué Dios sería el que no pudiese, cuando bien le parezca, suspender, y aun alterar y destruir leyes que Él mismo ha dado, cuando en su mano está acabar con el mundo entero, que crió porque quiso? Los incrédulos nos dicen que no creamos en los misterios de nuestra santa Fe porque no los vemos, y por otra parte niegan los milagros que todos estamos viendo; más aún, niegan los milagros de los santos en prueba de nuestra Religión, y quieren que admitamos las supercherías de los espiritistas. ¿Qué contradicción más manifiesta? ¿Qué obstinación más diabólica?
Es verdad que esos hombres, por arte del demonio, que sabe y puede más que nosotros, obran a veces maravillas que semejan a los milagros; pero cualquiera persona prudente conoce que aquello no viene de Dios, sino de su enemigo, que trata con esos prodigios de apartarnos de Dios, de la doctrina de los santos y práctica de las virtudes cristianas, e inducirnos a la soberbia y otros vicios.
Ni es menos divina la conservación de la Iglesia católica. ¿Qué sociedad cuenta como ella diez y nueve siglos? Los imperios y dinastías se han derrumbado en su presencia; muchas veces se han conjurado para destruirla y han quitado la vida a muchos Papas; pero a un Papa se sucede otro y otro, igualmente venerado de los católicos de todo el mundo, como Vicario de Cristo. Esto es harto claro de suyo para detenernos en más consideraciones.
P.- ¿Qué es Esperanza? R.- Una virtud sobrenatural, con que esperamos de Dios la bienaventuranza y los medios para ella.
P.- ¿Pueden esperar no condenarse los que no quieren ser buenos católicos?
R.- No; que a quien se ayuda, Dios le ayuda.
P.- ¿No es Dios infinitamente bueno? R.- También infinitamente sabio y justo.
P.- ¿Qué queréis decir con eso? R.- Que Dios nos da medios para salvarnos, pero exige que hagamos lo que debemos, y castiga a quien no lo hace.
P.- Explicádmelo con un símil. R.- Dios envía soles y lluvias, y hace fecunda la tierra; pero no hay cosecha, sino hambre, sin el cultivo del labrador.
P.- ¿Y no bastarían algunos años de castigo?
R.- No; puesto que Dios quiere que el premio o el castigo de la otra vida no se acaben.
P.- ¿No es esto incomprensible?
R.- Más incomprensible es que el hombre no someta su juicio a lo que Dios dispone.
Los santos doctores entendían mejor quién es Dios, qué es el pecado mortal y lo que valen los méritos de Cristo, por eso les parecía más incomprensible lo que Jesu-Cristo hace por salvarnos, que no la eternidad de las penas para quien se obstina en no obedecer a Dios y a su Iglesia. Si habiendo infierno se teme y sirve tan poco a Dios, ¿qué sería si no lo hubiera?
P.- Pero Jesu-Cristo, ¿no nos libró de todos los males? R.- En la otra vida libra de todo mal a quien ha querido ganar el cielo; pero en ésta nos manda imitar su paciencia, sacando mayor bien de los trabajos.
Habla aquí el Catecismo, no de cualquiera esperanza, sino de la virtud teologal, cuyo motivo es el poder de Dios y su fidelidad para cumplir cuanto promete, y cuyo objeto son esas mismas promesas divinas, que se reducen a los premios de nuestras buenas obras hechas con la gracia del Redentor, y a los medios con que podamos ejecutarlas.
La gloria, o sea la vista y posesión de Dios, se obtiene por la gracia; ésta, que se nos da graciosamente en el Bautismo, se aumenta y conserva con las obras propias de un buen hijo de la Santa Iglesia. A los que mueren en gracia, ha prometido Dios el cielo, y a los que mueren sin esa gracia, o sea en pecado mortal, el infierno. Y como tan infaliblemente se cumplirá lo uno como lo otro, el que no quiere ser buen católico, no puede esperar el cielo, antes es de fe que, si muere en ese estado, irá al infierno. Ni esto nos debe admirar; lo admirable es que Dios, en vez de enviarnos a todos al infierno por nuestros pecados, se haya hecho hombre, y muerto en una Cruz por salvarnos, y haya fundado la Santa Iglesia con tantos medios que nos facilitan la salvación; y el que aguarde años y años a tantos pecadores, agotando, por decirlo así, los tesoros de su gracia para que quieran ser buenos y salvarse. Esa falsa esperanza y verdadera ilusión de pretender salvarse sin hacer lo que manda Dios y su Iglesia, viene del demonio que desea perdernos.
P.- ¿Qué, es caridad? R.- Una virtud sobrenatural, con que amamos a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo, por Dios, como a nosotros mismos.
P.- ¿Quiénes son nuestros prójimos? R.- Todos los hombres, aunque sean nuestros enemigos.
Con la caridad amamos a Dios más que a todas las cosas, más que a todos los hombres y que a nosotros mismos, porque es infinitamente más digno de amor que todas las criaturas juntas. El objeto propio del amor es el bien, y todo lo bueno que hay en el mundo es nada en comparación de la bondad de Dios Nuestro Señor. Las perfecciones que vemos en las criaturas en la tierra, en los cielos, el saber, virtud, hermosura, nos debieran servir para considerar cuánto más perfecto, excelso, sabio, santo y hermoso es el Señor que las crió, y su benignidad y misericordia resplandecen en la obra de la Redención. Ya que ese Señor es, no sólo infinito en la grandeza, sino en la bondad con que quiere y exige que le amemos ¡cómo no le hemos de amar sobre todas las cosas! ¡Vilísima oferta es nuestro corazón, pero no podemos hacerle otra mejor, y el Señor es tan bueno que con eso se da por satisfecho! ¡No hay momento en que no estemos recibiendo nuevas pruebas de la bondad de aquel Señor que nos da la vida, la salud y cuanto de bueno tenemos! Ni la pobreza, enfermedades y demás contratiempos han de entibiar nuestro amor, como no se entibia el de un buen hijo a su padre, porque éste no le dé cuanto quiere, y le castigue para su bien. Tanto más que por esos mismos trabajos bien sufridos, nos recompensa el Padre celestial con el cielo.
En último término, a Dios sólo amamos con la caridad, porque la caridad mueve a que amemos a todos sólo por Dios, por ser criaturas de Dios, semejanzas de Dios, y porque Dios manda que le amemos.
Así, con la misma caridad amamos a Dios y a los hombres, a Dios por sí mismo, a los hombres por Dios; a Dios sobre todas las cosas, a los hombres después de Dios y en lo que no nos impida el amor de Dios. Todo amor que a la caridad se oponga, es malo.
En la caridad se ha de guardar este orden: que, después de Dios, cada cual quiera: 1.º, para sí mismo los bienes del alma; 2.º, esos mismos bienes para el prójimo; 3.º, para sí la vida, salud y demás bienes de la persona; 4.º, eso mismo para el prójimo; 5.º, para sí, y después para el prójimo, la fama, honor y hacienda. De modo, que tratándose de bienes de la misma especie y siendo igual la necesidad, antes soy yo que el prójimo, y en este sentido es verdad aquel dicho, la caridad bien ordenada empieza por sí mismo; pero no lo es en el sentido que le dan los egoístas, cuando prefieren su voluntad a la divina, los bienes corporales y terrenos a los del alma; y cuando, por el propio regalo o vanidad, no socorren la necesidad del prójimo.
Esto reprenden los santos con el nombre de amor propio, se entiende desordenado, v. gr., si por el honor o hacienda, injurio al prójimo o falto de otro modo a lo que manda Dios.
La caridad no ha de reducirse al afecto y palabras, sino que ha de probarse en las obras; respecto de Dios cumpliendo los Mandamientos, y respecto del prójimo, además, con las obras de misericordia. Y como algunas no es posible ejercitarlas con todos, el orden pide que se prefiera a los que tienen mejor título, o por más virtuosos, o por más conjuntos en sangre u otra honesta relación, o por su mayor necesidad.
Es justo preferir los amigos a los enemigos, pero es más heroico, y en casos más meritorio, hacer bien al enemigo; tanto más, que Nuestro Señor Jesu-Cristo nos encarga amar a todos, no sólo con amor semejante al buen amor de nosotros mismos, sino al que Él mismo nos tuvo rogando y dando la vida por los mismos que se la quitaban, y diciéndonos que también nosotros volvamos bien por mal.
Sobre las virtudes cardinales
 
P.- Decid las virtudes cardinales.
R.- Las virtudes cardinales son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
P.- ¿Por qué se llaman cardinales estas virtudes?
R.- Porque son muy principales y raíces de otras.
P.- ¿Quién es prudente? R.- Quien guarda el justo medio entre extremos viciosos.
P.- ¿Es prudente quien obra un mal menor por evitar un mal mayor?
R.- No, padre; prudente es, no quien lo obra, sino quien en ese caso, lo tolera.
P.- ¿Y quien pretende agradar a Dios y al mundo?
R.- Tampoco; porque pretende un imposible, y ofende a Dios.
P.- ¿Quién es justo? R.- Quien da a cada cual lo suyo.
P.- ¿Y esforzado? R.- Quien modera los miedos y osadía en la ejecución del bien.
P.- ¿Es esforzado quien no teme a Dios? R.- No, sino impío y temerario.
P.- ¿Y es cobarde? R.- Sí, porque teme el qué dirán.
P.- ¿Y el que se suicida es valiente? R.- El suicida es temerario, porque se arroja en el infierno; y es cobarde, porque se rinde a las miserias de esta vida.
P.- ¿Quién es templado? R.- Quien refrena la gula y los apetitos sensuales.
Estas virtudes y sus anejas, se llaman virtudes morales, porque ajustan las costumbres y nos hacen morales, remediando la ignorancia de nuestro entendimiento, la malicia de la voluntad, la debilidad del apetito irascible y el desenfreno del concupiscible.
La prudencia consulta, juzga y manda, con solicitud y diligencia. Le sirven estas ocho cosas: la memoria para utilizar la experiencia; la inteligencia para conocer el estado de las cosas y los medios más aptos; la docilidad para buscar luz en los libros y en el consejo de otros; la rectitud de juicio, que discierne la conveniencia y oportunidad de los medios; la providencia, que prevé las consecuencias; la circunspección, que considera todas las circunstancias; y la cautela, que obvia las dificultades.
La prudencia, según su objeto, es personal o individual, política, militar, y económica o doméstica. Siendo virtud, siempre se propone un fin honesto; y así son opuestos a ella los siguientes pecados: la precipitación en ejecutar; la inconsideración en no premeditar; la inconstancia, mudando parecer por motivos frívolos; la negligencia o tardanza en la obra; la prudencia de la carne, buscando medios para un mal fin; la astucia con engaños o fraudes; la codicia o ansia de bienes terrenos; y la inquietud o congoja por el éxito, fiándose poco de la Providencia divina.
La prudencia de la carne lleva a la perdición, y aun en esta vida suele hallar castigo. Pilatos y Caifás en la causa del Salvador, son ejemplo de esa falsa prudencia, imitada hoy por los que se precian de católicos y son liberales. Éstos también pretenden agradar a dos señores tan opuestos como son Cristo y su enemigo, lo cual intentan asimismo las personas que, por una parte o a ciertas horas, tratan de cumplir los deberes religiosos, y por otra viven a lo mundano en modas y reuniones escandalosas.
La justicia suele dividirse, en conmutativa, que está explicada en el séptimo Mandamiento, y en distributiva y legal, que pertenecen al cuarto; porque aquélla inclina al superior a distribuir las cargas y los cargos, los premios y castigos sin acepción de personas u otro motivo desordenado; y ésta inclina al súbdito a la observancia de las leyes. A la justicia se agregan estas otras virtudes: Religión y penitencia; la piedad, observancia y gratitud; la verdad, vindicta, afabilidad, amistad y liberalidad; mas como de casi todas se ha tratado en otros lugares, sólo resta notar tres cosas: 1.ª, que la vindicta, o castigo de las injurias, toca a la autoridad y no al particular que las recibe; 2.ª, que a la afabilidad se oponen la adulación, la terquedad y el altercado, y 3.ª, que tanto la afabilidad como la amistad, han de fundarse no en un amor o inclinación sensible, sino en la caridad cristiana. Un amigo verdadero, esto es, sincero, virtuoso, constante, desinteresado y prudente, ha de conservarse, como rico tesoro que Dios da, cuidando no nos lo arrebate la envidia o la murmuración.
La fortaleza es propia de todo buen cristiano, y no consiste en las fuerzas físicas ni en un arrojo temerario, ni en la pertinaz obstinación; sino en el valor del ánimo que vence, en el bien obrar, tanto la timidez como la temeridad, sufriendo o acometiendo, cuando la virtud lo pide, las cosas más difíciles hasta perder la propia vida. Nadie más valiente que el buen cristiano, el cual, siguiendo la doctrina de su Maestro, no teme más que a Dios, y por consiguiente el pecado. No se expone irracionalmente a los peligros, porque esto es pecado; pero si el deber lo exige, los arrostra alegremente, como los mártires, que sufrieron los más atroces suplicios hasta dar la vida por no negar la Fe o no cometer cualquier otro pecado.
Esa fortaleza la da Dios, y por eso carece de ella el que confía en sí, y a cualquier revés de fortuna, o por los dolores de una enfermedad aguda, o al verse calumniado o al asaltarle una tentación, desfallece y se desespera, siendo aún más cobarde el que por temor al qué dirán, a una burla, a una sonrisa, no acomete la práctica de la virtud, o la abandona. A la fortaleza se agregan la magnanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia.
La templanza incluye vergüenza, que es temor laudable de incurrir en cosa reprobable o deshonrosa; y honestidad, que rechaza, como por instinto, todo lo torpe e indecente; también incluye la abstinencia, la sobriedad y la castidad; y se le agregan la continencia, que pone freno a la concupiscible; la mansedumbre, que lo pone a la irascible, y la modestia, que modera otras pasiones menos impetuosas; y así, según sus especies, con la humildad combate la vanidad; con la estudiosidad o laboriosidad, la desidia en aprender, y la vana o dañosa curiosidad; con la compostura exterior la inurbanidad y afectación; con la conveniencia en el adorno, el lujo y desaliño viciosos; y por fin, destierra la locuacidad, chocarrería, el juego intemperante y también la molesta dureza, con la eutropelia o jovialidad virtuosa.
P.- ¿Cuál de las virtudes es la mayor?
R.- La caridad, que da vida a todas, y sin la cual ninguna basta para el cielo.
P.- Según eso, ¿quién es más santo? R.- Quien tiene más caridad.
P.- ¿Quién tiene más caridad? R.- Quien por agradar a Dios guarda mejor los Mandamientos, y también los consejos que dicen bien con su estado.
P.- ¿Es preciso, para ir al cielo, practicar todas esas virtudes? R.- Cuanto sea preciso para no faltar, en materia grave, a los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, y a los deberes particulares de cada uno.
Las virtudes teologales, como tienen por objeto a Dios, son las más excelentes, y entre ellas la mayor es la caridad, porque nos une a Dios por mutuo amor; y así da vida sobrenatural al alma y a las demás virtudes, tanto a la fe y esperanza, como a las morales infusas. De modo que un sujeto, que, por estar en pecado mortal, no tiene la caridad y gracia de Dios, puede conservar la fe y la esperanza; si bien estas virtudes en él están muertas, y sus actos no bastan para merecer gracia ni gloria.
Las virtudes morales infusas son más excelentes y de otra especie que las naturales. Así, v. gr., la templanza natural sólo quita lo vicioso, pero la sobrenatural añade el castigar el cuerpo. Además, el que tiene más caridad que otro, posee también en mayor grado las demás virtudes infusas, y aunque por falta de ocasión no se actúe en algunas, las tiene todas a disposición de la caridad, que por eso se denomina reina de las virtudes, que hace acuda una en ayuda de otra; por ejemplo, a la fortaleza suaviza las dificultades la templanza, y a ésta sostiene en los casos arduos la fortaleza.
No sucede esto con las virtudes naturales; y así verbi gracia, un militar que no esté en gracia de Dios, podrá ser naturalmente esforzado, y al mismo tiempo injusto, imprudente o lujurioso. Por esto ninguna de esas virtudes, puramente naturales, es perfecta, ni hace completamente bueno al que la posee; pero el que está en gracia de Dios, por más que tal vez carezca de ciencia y de prudencia en lo que ésta tiene de intelectual, sin embargo, queriéndose valer de las virtudes que le adornan, no incurrirá en vicio, ni faltará a la prudencia en lo que ésta tiene de virtud moral; ese varón justo podrá no acertar en conocer los medios mejores y por esa parte ser inepto para un cargo espinoso, pero nunca se propondrá un fin malo ni elegirá medio alguno inmoral.
El amor estimula a dar al amado, y la caridad a dar gusto a Dios, por donde, si es perfecta, mueve, no sólo a guardar completamente sus Mandamientos y los de su Iglesia, sino a abrazar el estado de vida a que Dios llama, a llenar los deberes de ese estado, y seguir los consejos del Evangelio que con ese estado sean compatibles. De modo que quien todo esto haga con más deseo de agradar a Dios y con más perfección, ése será el más santo, y por lo mismo el más humilde, no buscando en nada su gloria, sino la de Dios Nuestro Señor.
Por aquí se ve cuán justa y razonable es la doctrina cristiana, cuánto hemos de trabajar por practicarla, y cómo con esa práctica llegaremos a ser, a imitación de los santos, hombres verdaderamente celestiales.
Dones y frutos del Espíritu Santo
 
M.- Decid los dones del Espíritu Santo.
R.- Son siete: el primero, don de sabiduría; el segundo, don de entendimiento; el tercero, don de consejo; el cuarto, don de ciencia; el quinto, don de fortaleza; el sexto, don de piedad; el séptimo, don de temor de Dios.
P.- ¿Qué cosas son esos dones?
R.- Dádivas preciosas con que el Señor ilustra el alma del justo y le facilita los actos virtuosos.
P.- Y los frutos, ¿qué son? R.- Producen gozo y paz espirituales, con otros celestiales efectos, que es más útil pedirlos con humildes súplicas, que contarlos y definirlos.
Estos dones los recibe de Dios Nuestro Señor todo el que está en su gracia, y que por lo mismo posee las virtudes infusas.
Éstas, a modo de remos, llevan con trabajo la nave de nuestra alma a través de las procelosas aguas de este mundo; mientras los dones del Espíritu Santo, cual velas hinchadas del viento, la hacen correr ligera hacia el puerto de la gloria, rompiendo a su paso y contrarrestando las furiosas olas de los siete vicios capitales. Para ese efecto, los cuatro primeros dones perfeccionan el entendimiento y sus virtudes, los tres últimos la voluntad con las suyas.
El don de sabiduría nos remonta a contemplar las verdades más altas de la religión, y da un sabor celestial en las obras virtuosas. El don de entendimiento ayuda a penetrar las verdades de la fe, a dirigirnos por ellas, y a conocer que las objeciones contra la Religión carecen de fuerza; el de consejo, a la prudencia para elegir según la virtud; el de ciencia, para tener en su justo precio las criaturas y no usar de ellas para el mal; el de fortaleza, a la virtud del mismo nombre; el de piedad, da un amor filial para con Dios y para con nuestros superiores, mientras que a éstos infunde entrañas de padres; y finalmente, el temor de Dios graba en el corazón profunda reverencia al Señor y refrena los deseos malos.
Provista y enriquecida el alma de la gracia, virtudes y dones del Espíritu Santo, produce, con su buena voluntad y el riego del favor divino, los frutos del Espíritu Santo, que son, como la fruta en el árbol, lo más suave, último y perfecto de las virtudes, a saber: Caridad, Paz, Longanimidad, Benignidad, Fe, Continencia, Gozo, Paciencia, Bondad, Mansedumbre, Modestia y Castidad.
De frutos tan apacibles admiramos pobladas las vidas de los santos, que se nos ofrecen a la vista como plantas más del cielo que de la tierra; como que, llegados a su sazón, son transplantados por el Jardinero divino al paraíso de la gloria.
Sobre las Bienaventuranzas
 
Las Bienaventuranzas son ocho:
1.ª Bienaventurados los pobres de espíritu. 2.ª Bienaventurados los mansos. 3.ª Bienaventurados los que lloran. 4.ª Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia. 5.ª Bienaventurados los misericordiosos. 6.ª Bienaventurados los limpios de corazón. 7.ª Bienaventurados los pacíficos. 8.ª Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia.
P.- ¿Qué son estas ocho Bienaventuranzas?
R.- Las mejores obras de las virtudes y de los Dones del Espíritu Santo.
P.- ¿Quién las enseñó?
R.- El Maestro divino, y son opuestas a las que el mundo falaz tiene por dichas.
P.- ¿Quiénes son los pobres de espíritu?
R.- Los que no tienen afecto a la honra y riquezas, aun moderadas.
P.- ¿Y los mansos? R.- Los que apenas sienten ira viciosa.
P.- ¿Y los que lloran? R.- Los que dejan aun los placeres lícitos, y hacen penitencia.
P.- ¿Quiénes han hambre y sed de justicia? R.- Los que buscan con ansia el deber en todo.
P.- Y los misericordiosos ¿quiénes son? R.- Los muy piadosos aun con los extraños.
P.- ¿Y los limpios de corazón?
R.- Los que son del todo mortificados en sus pasiones, procurando evitar la menor culpa.
P.- ¿Y los pacíficos? R.- Los obradores de paz en sí y en otros.
P.- ¿Quiénes padecen persecución por la justicia?
R.- Los constantes en su deber, aunque los persigan y los maten.
Lo más rico y sabroso de los frutos que producen en el alma las virtudes y los dones del Espíritu Santo, son las ocho bienaventuranzas, por las cuales empezó su divina predicación el Redentor y Maestro de los hombres Nuestro Señor Jesu-Cristo.
Como Dios no nos crió para el mundo, sino para el cielo, así sólo en el cielo hallaremos nuestra bienaventuranza perfecta, gozando el sumo bien para que fuimos criados; y en esta vida la mayor bienaventuranza posible consiste en la mayor esperanza de conseguir el cielo. Esta esperanza es tanto mayor, cuanto más santa es nuestra vida; y por eso el que con la gracia, virtudes y dones del Espíritu Santo cumple todos los Mandamientos y los deberes de su estado y oficio, y además llega a producir los doce frutos, y aun estos más excelentes que se llaman bienaventuranzas, en que se incluyen los consejos del Evangelio, ése logra en esta vida la buenaventuranza posible, y en la eterna la perfecta, con la vista del mismo Dios en un grado de particular excelencia.
Hay más: si no fuéramos pecadores, aunque no hallaríamos bienaventuranza completa sino en el cielo, con todo, la imperfecta de esta vida la hubiéramos conseguido por un camino más fácil, sin tener que guerrear contra desordenadas pasiones, ni hacer penitencia por nuestras culpas. Pero siendo, como somos, pecadores, no hay otro camino sino la penitencia y el vencimiento propio para poder servir a Dios.
Y cuanto más nos limpiemos del pecado y domemos los apetitos que a él inclinan, con tanta más facilidad y gozo conseguiremos, ayudados de Dios, la santidad y la bienaventuranza. A esto nos anima el Maestro divino en su sermón de las Bienaventuranzas, después de haber Él mismo practicado por treinta años, del modo más perfecto, esa misma doctrina.
Los mundanos, como no piensan en otra vida, van por camino enteramente contrario, y se imaginan locamente que hallarán felicidad dejándose llevar de todos sus apetitos; pero ni la han hallado ni la hallarán, sino cada vez más desdichas, y por fin la desesperación, la muerte y el infierno. La única felicidad a que anhelan es la presente; ahora bien, todo lo que el mundo ofrece, como dice san Juan, se reduce a honores, riquezas y placeres. Eso desea para sí el mundano, eso busca por cualquier medio, y trata de aumentar más y más. Pero es un hecho contra el cual es impotente el mundo todo, que ni esos bienes sacian el corazón, porque no lo hizo Dios para ellos, ni están en manos de quien los quiere, porque tampoco quiso Dios que sean medios necesarios para el fin a que nos destinó. El ansia misma con que se pretenden y conservan esas cosas, los opositores que se atraviesan, la zozobra de poder perderlas, la enfermedad, el hastío acibaran todas esas dichas, y también los remordimientos, y por fin, acaba con todas de un sólo golpe la muerte.
Las tres primeras bienaventuranzas arrancan de cuajo el deseo de bienes terrenos; con que, si Dios los da, se gozan honesta y tranquilamente, y si los niega o quita, no se quieren; con la cuarta, se aviva el ansia de la virtud, bien que Dios da a cuantos lo buscan, el mayor de esta vida, y que nadie nos puede arrebatar; la quinta, consiste en hacer bien a todos, medio el mejor para ser amado y gozar satisfacción; la sexta, desarraiga lo que dentro de nosotros nos inquieta, a saber, el desorden de cualquier pasión y el remordimiento de la conciencia, hijo de la culpa; la séptima, nos convida a disfrutar la paz, fruto de las anteriores y a conservarla en todos; y con la octava, no es capaz de quitarnos esa paz ninguna fuerza extraña, aunque llegue a despojarnos de la vida.
Dígase ahora si hay hombre más feliz en este mundo, sea rico o pobre, esté enfermo o sano, honrado o perseguido, que el hombre santo que posee esas ocho bienaventuranzas. Para el cristiano basta para creerlo la palabra de Cristo, y para creer que el mundo es necio en buscar otras.
P.- ¿Qué premio ofrece el Señor a cada bienaventuranza?
R.- El reino de los cielos con particular excelencia.
P.- ¿Es preciso para salvarse tener esas bienaventuranzas?
R.- No es preciso, en lo que a los Mandamientos añaden.
P.- ¿Por qué se llaman bienaventuranzas?
R.- Porque en ellas consiste la felicidad de esta vida y la esperanza de la otra.
P.- ¿No se logra eso mismo con guardar los Mandamientos?
R.- Sí, padre; pero se logra mejor, si se añaden las bienaventuranzas.
Ya dijimos que la perfecta bienaventuranza, premio de estos tan excelentes frutos, la da Dios en el cielo. Cuanto más uno se señala en actos tan preciosos, tantos más méritos atesora, y más gozará de Dios eternamente. Además, se le dará el premio accidental o especial: a más humillaciones llevadas por Cristo, más honra; a más pobreza, más bienes celestiales, y así en lo demás. Aun en esta vida regala Dios, como por gaje, bienes mayores que los que por su amor se dejan; pero como no siempre son de la misma clase, y no pocas veces se esconden a nuestros ojos, no hacemos mucho hincapié en indagar cuáles puedan ser los que el mismo Cristo indica en su Evangelio, y que hemos omitido aquí siguiendo a las Sinodales Toledanas.
 


 DE INSTRUCCIONES GENERALES EN FORMA DE CATECISMO Y CATECISMOS ABREVIADOS PARA USO DE NIÑOS.  P. Francisco Amado Pouget.
            Del amor de Dios.  ¿Qué es caridad? Es un don de Dios que nos mueve a amarle por sí mismo sobre todas las cosas, y al prójimo por Dios como a nosotros mismos.
            ¿Por qué decís que la caridad es un don de Dios? Porque sólo Dios la concede: nosotros no podríamos tenerla por nosotros mismos; ella se difunde en los corazones por el Espíritu Santo, dice San Pablo.
            ¿Qué es amar a Dios sobre todas las cosas? Amarle más que a nosotros y a cuantas cosas hay en el mundo.
            ¿Cuándo amamos a Dios sobre todas las cosas? Cuando estamos firmemente resueltos a perderlas todas antes que ofenderle.
            ¿Esta disposición es necesaria? Sí; ella es absolutamente necesaria. Jesucristo decía: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí."
            ¿El precepto de amar a Dios, es nuevo? Es el más antigno y mas indispensable. Está fundado en la naturaleza del hombre: es de derecho natural, dar a Dios el honor y culto soberano que le son debidos como Criador, y no se puede dar a Dios este culto sino amándole.
            El precepto de amar a Dios, ¿era conocido de los judíos?  Sí: este precepto es el primero y el mas grande de la ley de Moisés, Ved aquí en qué términos está concebido: «Amaréis al Señor, vuestro Dios, de todo corazón, con todo vuestro espíritu y, con todas vuestras fuerzas. Escribiréis estas palabras en vuestro corazón, las enseñaréis a vuestros hijos, las meditaréis en vuestra casa, en vuestros viajes, durante vuestro sueño y cuando despertéis; las traeréis en vuestras manos, etc." Jesucristo ha confirmado a los cristianos este mandamiento de Moisés, y ha dicho que no se puede llegar al Cielo sin su práctica.
            ¿Qué sentido tienen,estas palabras: « Amaréis a Dios de todo vuestro corazón, con toda vuestra voluntad y con todas vuestras fuerzas?  Que es menester referir a Dios todos los deseos de nuestro corazón, todos los pensamientos voluntarios de nuestro espíritu, y todas las acciones de nuestra vida, a la manera que un voluptuoso todo lo refiere a su placer, y un avaro a sus riquezas. Dios no quiere corazones a medias sino enteros, y nada hay mas justo.
            ¿Cuál es el sentido de estas palabras de Moisés: «meditaréis estas palabras en vuestra casa, en vuestros viajes, en vuestro sueño, y cuando despertéis; las ataréis a vuestras manos y a vuestros ojos, las escribiréis sobre vuestras puertas, etc? Estas palabras de Moisés dan a entender claramente la obligación que tenían los judíos y la que tenemos los cristianos, de obrar en todas las cosas por el principio del amor de Dios, y de referirle las acciones mas comunes e indispensables a la vida.
San Pablo dice en substancia lo mismo cuando habla a los cristianos de esta suerte: «sea que comáis, o que bebáis, o que ejecutéis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a la mayor gloria de Dios. Para amar a Dios de la manera que aquí se manda, es necesario ocuparse actualmente en Dios.
 Sólo en el Cielo tendremos la felicidad de estar siempre ocupados en Dios. Para cumplir este precepto en la tierra, basta que nuestros pensamientos, palabras y obras se dirijan directamente a Dios, y no sean desordenadas. ¿Es pecado amar alguna cosa con Dios? Será pecado si ese amor no es ordenado, ni se refiere a Dios; pero será un bien si tal amor es bien ordenado y dirigido a Dios.
            ¿Se peca siempre mortalmente cuando se viola el precepto de amar a Dios?
            Se puede pecar venial o mortalmente cuando se falta al precepto de la caridad. Será mortal el pecado cuando el amor de Dios cesa de dominar nuestro corazón; y será venial cuando la falta no sea considerable, y no perdamos por ella el amor de Dios, difundido en nuestros, corazones por el Espíritu Santo.
            Obligación que tenemos de resistir a nuestras viciosas inclinaciones. Explicación.  Cuando Jesucristo nos manda aborrecernos a nosotros mismos, lo que nos prohíbe es el amor criminal, que cada dia echa en nosotros nuevas raíces-, por las costumbres del mundo, por la educación, por el mal ejemplo y por nuestra viciada naturaleza. Y por eso añade que es necesario morir a nosotros mismos, para procurarnos en esta muerte una verdadera vida. Parece esto duro y difícil, pero la recompensa es infinita. Jesucristo promete dulcificar estas dificultades, y hacer su yugo ligero a los que se resuelvan a llevarle. Todos los que quieran de buena fe seguir a Dios, y vivir según las máximas del Evangelio, esperimentarán el efecto de esta divina promesa. El amor de Dios difundido en sus corazones por el Espíritu Santo, hace que ellos encuentren mas alegría y consuelo en contradecirse y morir a sí mismos, que los pecadores en seguir sus inclinaciones corrompidas. San Agustín explica esta verdad de una manera admirable en muchas partes de sus obras .
            ¿Cómo se llama el amor criminal de nosotros mismos?
             Amor propio, el cual nos es perjudicial, e injurioso a Dios.
            ¿En qué es injurioso a Dios el amor propio? En que prefiere la criatura al Criador.
            ¿En qué el amor propio nos es perjudicial?  En que nos hace perder a Dios que es nuestra única felicidad.
            ¿Cómo se llama el amor ordenado de nosotros mismos? Se llama caridad, y hace parte de ella.
            ¿Se puede pecar venialmente por amor propio? Sí: porque todos los pecados son efecto del amor propio.
            ¿Cuándo diremos que por amor propio se peca mortal o venialmente? Cuando extingue en nosotros la caridad, el pecado es grave; cuando sólo la amortigua, es leve.
            ¿Qué entendéis por gracia habitual? Entiendo una gracia de Dios que permanece en nosotros, que nos santifica, y nos hace justos y agradables a sus ojos; y se llama también gracia santificante.
            ¿Qué cosa es gracia actual? Es una luz, y un santo movimiento que Dios nos da para inclinarnos a evitar el mal, y obrar el bien.
            ¿En qué se diferencia la gracia actual de la habitual? La gracia habitual es un don permanente, que está en nosotros, y nos hace justos; y la gracia actual es un auxilio pasajero, que podemos obtener sin estar justificados.
            ¿Qué cosa es gracia excitante o suficiente? Es una gracia actual que nos excita al bien, y nos da el poder para hacerlo, pero no hace que le practiquemos.
            ¿Qué cosa es gracia eficaz? Es una gracia actual que nos excita al bien, y hace que le practiquemos.
            ¿Por méritos de quién da Dios su gracia a los hombres? Es un artículo de Fe, que desde el pecado de Adán todas las gracias que Dios da a los hombres concernientes a su salvación, las da por los méritos de Jesucristo, nuestro Redentor: porque después del pecado no pueden los   hombres entrar en el Cielo, hacerse agradables a Dios, ni llegarse a Él sino por Jesucristo (Juan 14, 6; Hechos 4, 12).
DE BIBLIOTECA PORTÁTIL, ACERCA DE SAN BERNARDO:
            La conquista de Hugo de Macon le costó mucho. Era éste un Caballero joven de grande nobleza y talentos, y el mundo había concebido de él grandes esperanzas. Era amigo particular del grande Bernardo; y cuando supo de la conversión del Santo, no pudo menos de llorarle como un amigo que perdía, y que moría para el mundo; al mismo tiempo que San Bermardo, por su parte, estaba llorando a Hugo como a un amigo que se quería perder con el mundo, porque parecía que le tenía encantado.
COLECCIÓN DE LOS APOLOGISTAS ANTIGUOS. 1792
                        "Todos los sentidos, todas las pasiones, todos los intereses combatían en favor de la idolatría, porque patrocinaba los placeres: las diversiones, los espectáculos, en una palabra, la disolución era una parte del culto divino."
                         Estos discursos eran incómodos para un hombre que quería gozar sin escrúpulo, y a cualquier precio, de los bienes de la tierra.
DEL LIBRO APRECIO Y ESTIMA DE LA DIVINA GRACIA.
Capítulo 1, II.
            La causa de la poca estimación de cosa tan grande, es el aprecio que tienen los sentidos de las cosas de la tierra, y la poca aprehensión que hace el corazón humano de la Gracia, y de los bienes eternos, que consigo trae: de donde viene a suceder, que con no ser de estima alguna los bienes del mundo, sino antes dignos de todo desprecio, haga tanto caso de ellos nuestro corazón engañado, que por su causa no repara en perder los de la Gracia. Esta peste es la que tiene inficionados nuestros sentidos, esta ponzoña tiene corrompidos nuestros corazones: este hechizo tiene enloquecidos nuestros entendimientos y no hay otro antídoto más eficaz contra esta perdición, sino considerar la grandeza de la Gracia; cuán excelente, y gloriosa cosa es sobre todas las grandezas, y glorias del mundo. Con esto se despreciarán los bienes de la tierra, si se estiman los del cielo. Con esto se echará freno a los deseos de cosas perecederas, pues podemos poseer las eternas. Con esto se convencerá nuestro juicio errado en el aprecio de las cosas materiales, con el contrapeso de las sobrenaturales. Porque así como en el mundo despreciamos los bienes menores, por la estima de los que son mayores; así también todos los bienes temporales, y perecederos, menores y mayores, despreciará quien tuviere aprecio de los espirituales, y eternos. Nuestro corazón es como el fiel de un peso, que allí se inclina donde hay más, y  cuanto se carga una balanza, tanto más se aligera la otra. Bien conoció todo esto el Apóstol San Pedro, cuando para exhortarnos al desprecio del mundo nos propuso el aprecio de la Gracia, diciendo estas admirables palabras (2 Pedro 1, 4): Grandísimas y preciosas promesas nos ha dado Dios, para que por ellas nos hagamos participantes de la naturaleza Divina, huyendo de toda la corrupción de deseos que hay en el mundo. Dio por remedio de los deseos corrompidos de los bienes del mundo, el poner los ojos en los bienes de la gracia, que llama grandísimos y preciosos. De donde hemos de sacar grande cuidado, y aliento para toda obra de virtud, con que se aumenta la misma Gracia; y así después de las palabras referidas, añade el Apóstol: Mas vosotros, infiriendo de aquí, que debéis tener toda solicitud, servid, y obrad virtud en vuestra Fe: con la virtud sabiduría: con la sabiduría abstinencia: con la abstinencia paciencia: con la paciencia piedad: con la piedad amor de vuestros hermanos: con este amor la caridad. Porque de la estimación de la Gracia, y sus grandísimos bienes, no sólo saldrá este bien, que se despreciarán las cosas de la tierra, sino se obrará toda virtud. Porque como en una rica cadena, se irán eslabonando unas virtudes con otras, empezando del aprecio del cielo, y rematando en la caridad que es la cumbre de la perfección. Por lo cual dijo San Crisóstomo (Homilía I. Epístola a los Efesios): Quien aprecia, y admira la grandeza de la Gracia que viene de Dios, este tal será más cuidadoso, y atento, para adelante de su aprovechamiento, y salud espiritual, y mucho más inclinado al estudio de las virtudes. Confirma todo esto, lo que de sí confiesa el Santo Rey David, cuando dice (Salmo 1): Pensaron de quitarme mi precio, y yo corrí con sed. Por la estimación que tenía de la Gracia, la llama su precio; porque ni se preciaba de otra cosa, ni preciaba a otra cosa: otros leen, mi dignidad o ensalzamiento, y honra; porque no hay otra dignidad ni honra, ni grandeza en la tierra, que se deba desear, sino es la Gracia. Pues con este aprecio que el Profeta tenía de este divino don, dice que por solo que les pasó a sus enemigos por el pensamiento hacérsela perder, él por asegurarla, corrió con grandes ansias, y sed en el camino de la perfección, y toda virtud, no haciendo caso de otro bien de la tierra, ni de su mismo Reino.
            Por esta causa será grande provecho de las almas recoger los innumerables tesoros que hay en la Gracia, para que vean cuán digna es de estimarse sobre todo otro bien, mucho más que todo el universo. Porque teniendo el aprecio que se debe de su grandeza, dignidad, y provechos, desprecien el lodo, y estiércol de los bienes y riquezas temporales, y pongan su corazón en los celestiales, y eternos, y amen a nuestro Redentor Jesucristo, que nos mereció con sus trabajos, y sangre cosa tan preciosa. Por este gran provecho que nos ha de resultar con semejante estima de la Gracia, quiere Dios que la estimemos, y apreciemos mucho, haciendo por esta causa notables extremos, y demostraciones en los excesos de la Pasión de Su Hijo. El Apóstol San Pablo escribiendo a los de Éfeso, dice (Efesios 1), que nos predestinó Dios hijos adoptivos por medio de Jesucristo, para alabanza de la gloria de Su Gracia. El cual modo de hablar tan advertido, y reduplicado, en decir: Alabanza de la gloria de la Gracia, significa la grande estimación, admiración, alabanza, y gloria con que Dios quiere estimemos este inestimable don suyo.
¡Oh Redentor mío Jesús, suplícoos por las entrañas de misericordia, con que nos mereciste la misma Gracia a costa de Vuestra Vida, y Sangre, pueda yo dar a entender a vuestros redimidos alguna parte de lo que debemos estimar, lo que Vos tanto estimasteis, y comprasteis tan caro! ...
DE LOS CAPÍTULOS DE SAN MÁXIMO CONFESOR, ABAB, SOBRE LA CARIDAD.
            Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus creaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.
            El que me ama -dice el Señor- guardará mis mandamientos. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.
            El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.
            El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.
            No os contentéis con decir -advierte el profeta Jeremías-: «Somos templo del Señor.» Tú no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación.» Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.
CATECISMO CATÓLICO TRILINGÜE de Pedro Canisio.
            ¿Cuáles se dicen Frutos del Espíritu Santo?
            Los que producen los Justos que viven según el espíritu; y por los cuales los Espirituales se diferencian de los carnales.
            ¿Cuáles son esos Frutos?
            El Apóstol San Pablo los cuenta así; Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Longanimidad, Bondad, Benignidad, Mansedumbre, Fe, Modestia, Continencia, Castidad.
             ¿Por qué los mandamientos del Decálogo se proponen diez en número?
Aunque los mandamientos de la Caridad, en que consiste el cumplimiento de la Ley, sean dos, sin embargo se proponen diez en número, para que todos entiendas más claramente las obras propias de la Caridad así en orden a Dios como en orden al prójimo.
            ¿Bastará al Cristiano huir el mal, y apartarse del pecado? No por cierto; sino que demás de eso es menester obrar el Bien, y ejercitar las virtudes; porque si no, quien sabe el Bien, y no lo hace, ese peca.
            ¿Qué géneros de buenas obras son las principales?
Sonlo aquellas obras de que se compone en este mundo una vida sobria, ajustada y piadosa; y por las cuales crecen los Justos más y más en la justicia, y los Santos cada día se santifican más.
            ¿Cuántos linajes hay de estas obras buenas? Tres: A saber; 1. Ayuno. 2. Limosna.
3. Oración. De las cuales leemos así;  Buena es la Oración junta con el Ayuno y la Limosna.
            ¿Cuál es el fruto de las buenas obras?
Les está prometido el premio en esta vida temporal y en la eterna; sirven para aplacar a Dios; conservan y acrecientan la gracia; y finalmente hacen segura y cumplida la vocación del Cristiano.
            ¿Qué cosa es Ayuno?
            El abstenerse de comer carne en ciertos días según costumbre y mandamiento de la Iglesia; y por lo menos el comer una sola vez al día, y eso más templadamente. Mas si se quiere tomar este nombre en general, por Ayuno se entiende cualquier penalidad corporal por motivo de virtud; o para que la carne esté sujeta al espíritu, o para ejercitar la obediencia, o para conseguir la divina gracia.
            ¿Cuántos linajes hay de Limosna o misericordia?
Dos; porque de las obras de misericordia unas hay corporales, y otras espirituales; éstas que se ordenan a remediar la necesidad espiritual del prójimo; aquellas a la corporal.
            ¿Cuántas son las obras de la misericordia corporal?
Siete: 1. Dar de comer al hambriento. 2. Dar de beber al sediento. 3. Vestir al desnudo. 4. Redimir al cautivo. 5. Visitar los enfermos. 6. Dar posada al peregrino. 7. Enterrar los muertos.
¿Cuántas son las obras de la misericordia espiritual? Siete también éstas: 1. Corregir al que yerra. 2. Enseñar al que no sabe. 3. Dar buen consejo al que lo ha menester. 4. Rogar a Dios por la salvación del prójimo. 5. Consolar al triste. 6. Sufrir con paciencia los agravios. 7. Perdonar las injurias.


EXTRAÍDO DE UN LIBRO. PÁGINA 2 Dice el Apóstol (2 Tes. 2, 10) que si Dios ha de permitir entonces que el error seduzca a los hombres, será puntualmente en castigo de no haber ellos recibido la verdadera caridad que es Cristo. Conoce poco al hombre, y el imperio que no pocas veces ejercen sobre nosotros las pasiones, quien se figura que todo está remediado con el conocimiento y la sabiduría. Faraón sumergido entre las aguas del mar Rojo (Éxodo 4-14); y los Fariseos empeñados en no reconocer al que dio vista al ciego de nacimiento (Juan 9) ; son más que suficientes para convencernos de que no bastan las mayores evidencias, ni aún los más estupendos milagros para poner dique al desarreglo de nuestras pasiones. Acuérdome al intento que estaban en América contendiendo unos con otros, y para hacerlo de su partido, le dijeron: Don F. que es hombre sabio piensa lo mismo que nosotros. No había el payo cursado las escuelas; y con sola la lógica natural, y las luces que nos suministra la fe, vi que al instante les contestó: No me vengan ustedes con sabios: ninguno más sabio que Lucifer, y fue el primero que cayó en los infiernos. No, no será el no tener de antemano ideas claras y ciertas del Anticristo la causa inmediata de que adhieran a él los hombres. Lo será, sí, la corrupción del corazón de estos; el presumir demasiado de sí mismos; el despreciar a nuestros Padres y Maestros, y querer entender las cosas mejor que ellos; la falta de sumisión a la Iglesia, y de temor a sus anatemas; en una palabra, porque despreciaron la verdadera caridad, por la cual podían salvarse con la predicación de los Apóstoles, son entregados al diablo, dice el P. S. Ambrosio (En cap. 2. Ep. 2 Tesalonicenses).

FIN

            El pecado original se nos perdona con el Bautismo, pero quedan en nosotros las consecuencias de dicho pecado, en forma de la denominada triple concupiscencia: placer, poder y tener, que son las tres especies en las que pueden resumirse la variedad de tendencias desordenadas de la naturaleza humana herida por el pecado original.

            El hombre con el pecado original perdió la integridad o facilidad para hacer el bien, y quedó decantado hacia el mal, hacia el egoísmo, hacia las tendencias de la carne. Con la integridad no era dominado por su propia carne, teniendo las pasiones perfectamente sometidas a la razón, todo lo cual se perdió con el pecado original.

            El hombre, pues, después del pecado original, si se guía por su mera naturaleza, por sus meras fuerzas naturales, tiende al mal. Y ya se sabe que una vez que uno actúa mal, pretenderá disculparse y pretenderá decir que lo que ha elegido, ya sea guiado por su comodidad, por sus intereses superficiales, etc., es lo mejor, que es a lo que estamos asistiendo hoy en día. Si la persona no actúa libremente según su razón, pretenderá que la razón se acomode con sus dictámenes a sus bajas pasiones, de las que es esclavo, pretendiendo con ello no tener que renunciar a las pasiones que lo tienen esclavizado y tiranizado, así como darle una apariencia de bien pretendiendo al mismo tiempo acallar su conciencia que le recrimina su proceder. Pocas veces nos encontraremos que alguien nos diga: Sí, yo soy un egoísta, pero es que quiero seguir siéndolo, sino que más bien dirá que su conducta no es egoísta, sino que es lo normal o habitual, y que es su elección; vendrá a decir que todo el mundo hace lo mismo; también pretenderá, quizá, decir, con su ceguedad, que no se logra nada de otra manera, ya que no aprecia, o más bien no conoce, el efecto del bien de verdad.

            Así, pues, una persona, dejada llevar meramente de su natural, no levanta los ojos de lo material, de la tierra, y no puede actuar bien, ya que no participa de la vida divina, de la vida de Dios, que es el Único bueno, aunque en este estado puede, con la ayuda de la gracia actual, llevar a cabo acciones que le acerquen a la reconciliación con Dios, que le lleven a hacerse justo.

 

DE PENSAMIENTOS O REFLEXIONES CRISTIANAS para todos los días del año, Tomo 4. P. Francisco NEPUEU; 1829.

Todas las criaturas gimen con el mayor dolor; por verse violentadas a su pesar, a servir a las vanidades.

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