viernes, 28 de noviembre de 2014

LUCHA CONTRA LOS ENEMIGOS ESPIRITUALES. SOBERBIA.


Compendio de Teología ascética y mística. Tanquerey. 1930. 4 edición, traducido de la sexta edición francesa.

... . Olvidado de que Dios es su primer principio y su último fin, hace excesivo aprecio de sí mismo, estima sus buenas cualidades, verdaderas o falsas, como si fueran suyas, sin referirlas a Dios. De aquí procede el espíritu de independencia o de autonomía, que le impulsa a sustraerse a la autoridad de Dios o de sus representantes; el egoísmo, que le mueve a obrar para sí, como si fuera el último fin; la vana complacencia, que se deleita en la propia excelencia, como si Dios no fuera autor de todo bien; que se complace en las buenas obras, como si éstas no fueran primera y principalmente efecto de la acción divina en nosotros; la tendencia a exagerar las dotes propias, y a atribuirse lo que no se posee, a anteponerse a los demás, y aún a despreciarlos, como hacía el Fariseo.
 Con la soberbia va junta la vanidad, por la que procuramos desordenadamente la buena estimación de los demás, su aprobación y sus alabanzas. Es lo que suele llamarse la vanagloria. Porque, como nota Bossuet ( De la concupiscencia, capítulo 17) , si esas alabanzas son falsas o injustas, ¡cuán triste es el engaño mío al complacerme tanto en ellas! Y, si fueren verdaderas, ¿de dónde me viene el otro engaño, de deleitarme menos de la verdad que del testimonio de los hombres?” Cosa extraña, en verdad, que cuidemos más de la buena estimación de los hombres que de la virtud misma, y que mayor vergüenza tengamos de un yerro público que de un pecado secreto. Quien se dejare llevar de este vicio, no tardará en ver nacer otros: la jactancia, que inclina a hablar de sí mismo y de los propios buenos éxitos; la ostentación, que procura llamar la atención de los demás con el lujo y el fausto; la hipocresía, que finge por fuera virtud, sin cuidar de adquirirla.
 Deplorables son los efectos de la soberbia: es el más terrible enemigo de la perfección; 1) porque roba a Dios la gloria y con esto nos priva de muchas gracias y méritos, por no consentir Dios en ser cómplice de nuestra soberbia  (Santiago 4, 6); 2) es fuente de innumerables pecados; pecados de presunción, castigados con lamentables caídas y con vicios repugnantes; de desaliento, al ver cuán bajo hemos caído; de disimulación, porque nos cuesta mucho confesar tamaños desórdenes; de rebelión contra los superiores;  de odio y de envidia para con el prójimo, etc.
 El remedio es: a) referirlo todo a Dios, confesándole autor de todo bien, y que, por ser el primer principio de todos nuestros actos, debe ser también el último fin de ellos. Así nos lo da a entender San Pablo (1 Corintios 4, 7); “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” De lo cual deduce que todas nuestras obras deben ser para gloria de Dios ( 1Corintios 10, 31: “Ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios”). Y para darles mayor valor, hemos de hacerlas en nombre y virtud de Jesucristo: “Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo, y dando por medio de Él gracias a Dios Padre” (Colosenses 3, 17).
 b) Mas, porque nuestra naturaleza nos inclina constantemente a buscarnos a nosotros mismos, es necesario, para obrar en contra de esa tendencia, acordarnos de que de nosotros no somos sino nada y pecado. Cierto que hay en nosotros buenas dotes naturales y sobrenaturales, de las que es menester hacer aprecio y cuidar; mas ¿no habremos de dar gloria a Dios por ellas, ya que de Dios proceden? Cuando un pintor hace una obra maestra, ¿no es acaso suya la gloria, y no de la tela en que fue pintada?
            De nosotros mismos somos también pecado, en cuanto que por la concupiscencia estamos inclinados al pecado y, si no cometemos ciertos pecados, lo debemos, como dice San Agustín (Confesiones 1. II, c. 7.), a la gracia de Dios.   ...
 Concluyamos, pues, diciendo con Bossuet (Op. Cit., cap. 31):  No presumáis cosa alguna de vosotros mismos; porque ese es el comienzo de todo pecado … No deseéis la gloria de los hombres; porque ya habríais recibido vuestro galardón y no os quedaría , que esperar sino verdaderos suplicios. No os alabéis a vosotros mismos; porque todo cuanto dijereis ser vuestro en vuestras buenas obras, se lo robáis a Dios, que es el autor de ellas, y os ponéis en lugar suyo. No quitéis de sobre vosotros el yugo de la disciplina del Señor; no digáis jamás dentro de vosotros mismos, como un soberbio orgulloso: No más servir; porque, si no servís a la justicia, seréis esclavos del pecado e hijos de la muerte. No digáis jamás: Yo no estoy manchado; y no creáis que Dios se haya olvidado de vuestros pecados, porque os hayáis olvidado vosotros; que el Señor os despertará diciéndoos: Ved vuestros caminos en ese valle secreto; os seguí por doquiera y tengo contados todos vuestros pasos. No resistáis a los sabios consejos y no os enfadéis cuando os reprendan; porque el colmo de la soberbia es rebelarse contra la verdad, cuando ésta os avisa, y dar coces contra el aguijón.
             Obrando de esta suerte, podremos mejor luchar contra el mundo, que es el segundo de nuestros enemigos espirituales.
                                   II. Lucha contra el mundo.
 El mundo de que hablamos, no es el conjunto de personas que viven en el mundo, entre las que se hallan almas escogidas y gentes impías. Es el conjunto de los que son contrarios a Jesucristo y esclavos de la triple concupiscencia. Son, pues: 1) los incrédulos, hostiles a la religión precisamente porque ésta condena la soberbia de ellos, la sensualidad, el deseo desordenado de riquezas; 2) los indiferentes, que no cuidan de tener religión, porque ésta los obligaría a salir de su estado de indolencia; 3) los pecadores impenitentes, que aman el pecado, porque aman el placer y no quieren apartarse de él; 4) los mundanos que creen y aun practican la religión, pero que se dejan llevar del amor de los placeres, del lujo, del bienestar, y que con frecuencia escandalizan a sus hermanos, creyentes o incrédulos, dándoles ocasión para decir que la religión influye muy poco en la vida moral.   --Ese es el mundo que maldijo Jesús por los escándalos (Mateo 18, 7) y del que San Juan dice estar sumergido en el mal (1 Juan 5, 19).
1º Los peligros del mundo. El mundo, que entra hasta en el seno de las familias cristianas y de las comunidades, por las visitas que se hacen o se reciben, por la correspondencia, por la lectura de libros o periódicos mundanos, es un grande obstáculo para la salvación y la perfección; reaviva y atiza el fuego de la concupiscencia; nos seduce y nos atemoriza.
A) Nos seduce con sus máximas, con la ostentación de sus vanidades, y con sus malos ejemplos.
B) Cuando el mundo no puede seducirnos, intenta atemorizarnos.
  a) Unas veces por medio de una verdadera persecución organizada contra los creyentes: no se conceden ascensos, en algunas oficinas, a los que cumplen públicamente con sus deberes religiosos, o a los que educan a sus hijos en escuelas católicas.
  b) Otras veces aleja de las prácticas religiosas a los tímidos, mofándose graciosamente de los devotos, llamándoles  Quijotes y tontos, que todavía creen en dogmas anticuados, burlándose de las madres, que siguen vistiendo modestamente a sus hijas, y preguntándolas con ironía si piensan así casarlas más pronto. ...

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