Compendio de Teología ascética y mística.
Tanquerey. 1930. 4 edición, traducido de la sexta edición francesa.
“... .
Olvidado de que Dios es su primer principio y su último fin, hace excesivo
aprecio de sí mismo, estima sus buenas cualidades, verdaderas o falsas, como si
fueran suyas, sin referirlas a Dios. De aquí procede el espíritu de
independencia o de autonomía, que le impulsa a sustraerse a la autoridad de
Dios o de sus representantes; el egoísmo, que le mueve a obrar para sí, como si
fuera el último fin; la vana complacencia, que se deleita en la propia
excelencia, como si Dios no fuera autor de todo bien; que se complace en las
buenas obras, como si éstas no fueran primera y principalmente efecto de la
acción divina en nosotros; la tendencia a exagerar las dotes propias, y a
atribuirse lo que no se posee, a anteponerse a los demás, y aún a
despreciarlos, como hacía el Fariseo.
Con la soberbia va junta la vanidad, por la
que procuramos desordenadamente la buena estimación de los demás, su aprobación
y sus alabanzas. Es lo que suele llamarse la vanagloria. Porque, como nota
Bossuet ( De la concupiscencia, capítulo 17) , si esas alabanzas son falsas o
injustas, ¡cuán triste es el engaño mío al complacerme tanto en ellas! Y, si
fueren verdaderas, ¿de dónde me viene el otro engaño, de deleitarme menos de la
verdad que del testimonio de los hombres?” Cosa extraña, en verdad, que
cuidemos más de la buena estimación de los hombres que de la virtud misma, y
que mayor vergüenza tengamos de un yerro público que de un pecado secreto.
Quien se dejare llevar de este vicio, no tardará en ver nacer otros: la
jactancia, que inclina a hablar de sí mismo y de los propios buenos éxitos; la
ostentación, que procura llamar la atención de los demás con el lujo y el
fausto; la hipocresía, que finge por fuera virtud, sin cuidar de adquirirla.
Deplorables son los efectos de la soberbia: es
el más terrible enemigo de la perfección; 1) porque roba a Dios la gloria y con
esto nos priva de muchas gracias y méritos, por no consentir Dios en ser
cómplice de nuestra soberbia (Santiago
4, 6); 2) es fuente de innumerables pecados; pecados de presunción, castigados
con lamentables caídas y con vicios repugnantes; de desaliento, al ver cuán
bajo hemos caído; de disimulación, porque nos cuesta mucho confesar tamaños
desórdenes; de rebelión contra los superiores;
de odio y de envidia para con el prójimo, etc.
El remedio es: a) referirlo todo a Dios,
confesándole autor de todo bien, y que, por ser el primer principio de todos
nuestros actos, debe ser también el último fin de ellos. Así nos lo da a
entender San Pablo (1 Corintios 4, 7); “¿Qué tienes que no lo hayas recibido?
Y, si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” De lo
cual deduce que todas nuestras obras deben ser para gloria de Dios ( 1Corintios
10, 31: “Ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a
gloria de Dios”). Y para darles mayor valor, hemos de hacerlas en nombre y
virtud de Jesucristo: “Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo
todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo, y dando por medio de Él gracias a
Dios Padre” (Colosenses 3, 17).
b) Mas, porque nuestra naturaleza nos inclina
constantemente a buscarnos a nosotros mismos, es necesario, para obrar en
contra de esa tendencia, acordarnos de que de nosotros no somos sino nada y
pecado. Cierto que hay en nosotros buenas dotes naturales y sobrenaturales, de
las que es menester hacer aprecio y cuidar; mas ¿no habremos de dar gloria a
Dios por ellas, ya que de Dios proceden? Cuando un pintor hace una obra
maestra, ¿no es acaso suya la gloria, y no de la tela en que fue pintada?
De
nosotros mismos somos también pecado, en cuanto que por la concupiscencia
estamos inclinados al pecado y, si no cometemos ciertos pecados, lo debemos,
como dice San Agustín (Confesiones 1. II, c. 7.), a la gracia de Dios. ...
Concluyamos, pues, diciendo con Bossuet (Op.
Cit., cap. 31): No presumáis cosa alguna
de vosotros mismos; porque ese es el comienzo de todo pecado … No deseéis la
gloria de los hombres; porque ya habríais recibido vuestro galardón y no os
quedaría , que esperar sino verdaderos suplicios. No os alabéis a vosotros
mismos; porque todo cuanto dijereis ser vuestro en vuestras buenas obras, se lo
robáis a Dios, que es el autor de ellas, y os ponéis en lugar suyo. No quitéis
de sobre vosotros el yugo de la disciplina del Señor; no digáis jamás dentro de
vosotros mismos, como un soberbio orgulloso: No más servir; porque, si no
servís a la justicia, seréis esclavos del pecado e hijos de la muerte. No
digáis jamás: Yo no estoy manchado; y no creáis que Dios se haya olvidado de
vuestros pecados, porque os hayáis olvidado vosotros; que el Señor os
despertará diciéndoos: Ved vuestros caminos en ese valle secreto; os seguí por
doquiera y tengo contados todos vuestros pasos. No resistáis a los sabios
consejos y no os enfadéis cuando os reprendan; porque el colmo de la soberbia
es rebelarse contra la verdad, cuando ésta os avisa, y dar coces contra el
aguijón.
Obrando de esta suerte, podremos mejor luchar
contra el mundo, que es el segundo de nuestros enemigos espirituales.
II.
Lucha contra el mundo.
El mundo de que hablamos, no es el conjunto de
personas que viven en el mundo, entre las que se hallan almas escogidas y
gentes impías. Es el conjunto de los que son contrarios a Jesucristo y esclavos
de la triple concupiscencia. Son, pues: 1) los incrédulos, hostiles a la
religión precisamente porque ésta condena la soberbia de ellos, la sensualidad,
el deseo desordenado de riquezas; 2) los indiferentes, que no cuidan de tener
religión, porque ésta los obligaría a salir de su estado de indolencia; 3) los
pecadores impenitentes, que aman el pecado, porque aman el placer y no quieren
apartarse de él; 4) los mundanos que creen y aun practican la religión, pero
que se dejan llevar del amor de los placeres, del lujo, del bienestar, y que
con frecuencia escandalizan a sus hermanos, creyentes o incrédulos, dándoles
ocasión para decir que la religión influye muy poco en la vida moral. --Ese es el mundo que maldijo Jesús por los
escándalos (Mateo 18, 7) y del que San Juan dice estar sumergido en el mal (1
Juan 5, 19).
1º Los peligros del mundo. El mundo,
que entra hasta en el seno de las familias cristianas y de las comunidades, por
las visitas que se hacen o se reciben, por la correspondencia, por la lectura
de libros o periódicos mundanos, es un grande obstáculo para la salvación y la
perfección; reaviva y atiza el fuego de la concupiscencia; nos seduce y nos
atemoriza.
A) Nos seduce con sus máximas, con
la ostentación de sus vanidades, y con sus malos ejemplos.
B) Cuando el mundo no puede
seducirnos, intenta atemorizarnos.
a) Unas veces por medio de una verdadera persecución
organizada contra los creyentes: no se conceden ascensos, en algunas oficinas,
a los que cumplen públicamente con sus deberes religiosos, o a los que educan a
sus hijos en escuelas católicas.
b) Otras veces aleja de las prácticas religiosas a los
tímidos, mofándose graciosamente de los devotos, llamándoles Quijotes y tontos, que todavía creen en
dogmas anticuados, burlándose de las madres, que siguen vistiendo modestamente
a sus hijas, y preguntándolas con ironía si piensan así casarlas más pronto.
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