DE LA VERDADERA ESPOSA
DE JESUCRISTO, TOMO II; comienzo en la página 224.
Para
los hombres es tanto mayor el precio de las obras cuanto mayor es el trabajo
que se emplea en ellas; pero delante de Dios las obras tienen tanto mayor precio
cuanto más pura es la intención con que se hacen; porque, como dice la Escritura, los hombres
miran tan solo las obras externas, pero Dios mira el corazón, esto es, la
voluntad con que se ejecutan: Porque el hombre ve lo que aparece, mas el Señor
ve el corazón (1 Reyes 16,7). ¿Hay por ventura acción más hermosa que la de
padecer martirio y dar la vida por la fe? Mas dice S. Pablo: Y si entregare mi
cuerpo para ser quemado y no tuviere caridad, nada me aprovecha (1 Corintios
13, 3). Y es mucha verdad, porque como dicen los Santos Padres, no hacen el
mártir los tormentos y la muerte que padece, sino la causa y la intención por
qué padece.
A
este propósito decía el Profeta real: Te ofreceré holocaustos medulosos (Salmo
65, 15). Algunos ofrecen a Dios sacrificios, pero sin meollo, esto es, sin la pura intención de
agradarle solamente a él, y Dios no acepta tales ofrendas. Sta. María Magdalena
de Pazis decía: Dios paga nuestras acciones a peso de pureza, es decir, según
es más o menos pura nuestra intención de agradarle. Por esto escribió S.
Agustín: No atiendas mucho a lo que el hombre hace, sino a lo que mira mientras
lo hace. No mires lo que haces, sino el fin con que lo haces; porque, añade S.
Ambrosio, harás tanto bien, cuanta sea tu intención de hacerlo por la gloria de
Dios: Tanto haces, cuanto tienes intención. En los sagrados Cánticos,
hablándose de la Esposa,
se pregunta: ?Quién es esta que sube por el desierto, como varita de humo de
los aromas de mirra y de incienso, y de todo polvo de perfumero (Cantar 3, 6)?
Aquí, por mirra se entiende, la mortificación, por incienso la oración, y por
polvo de perfumero todas las demás virtudes. Pero si se alaban todas en la Esposa, es porque todas sus
virtudes formaban una varita de humo oloroso que subía derecho a Dios, es
decir, que todas ellas no tenían otro fin que el de agradar al divino Esposo.
Para
convencernos de lo mucho que vale la buena intención a los ojos de Dios,
tenemos dos grandes pruebas y ejemplos en los Evangelios. El primer ejemplo nos
lo refiere S. Lucas (8, 43), y es que un día, yendo nuestro Redentor en tiempo
de su predicación acompañado de mucha gente que le seguía, una mujer que
padecía flujo de sangre, pugnó tanto con aquella multitud, que llegó a tocar la
orla del vestido de Jesucristo, el cual dijo entonces: ?quién me ha tocado?
Pero el Señor no hablaba del tacto material, sino de la fe y devoción con que
aquella mujer había tocado su vestido. A este propósito escribió S. Agustín:
Toca a Cristo la fe de pocos, le oprime la turba de muchos. Muchas monjas
trabajan mucho a favor del monasterio, para aumentar las rentas, para celebrar
pomposas fiestas, y hacen otras cosas que parecen grandes; mas sin embargo,
como su intención no es pura, oprimen a Jesucristo, pero no le tocan, y de aquí
es que más bien le incomodan que le complacen. El otro ejemplo es el de aquella
pobre viuda que puso dos pequeñas monedas en el arca del templo donde los demás
habían echado grandes sumas. Hablando de aquella mujer, dijo el Salvador: En
verdad os digo, que más echó esta pobre viuda, que todos los otros (Marcos 12,
43). S. Cipriano, explicando este pasaje, escribe que el Señor dijo esto porque
no tanto considera la obra que se hace, como el afecto y la pureza de intención
con que se hace.
Pasemos
a la práctica. Sta. María Magdalena de Pazis decía a sus novicias: En todos
vuestros ejercicios no os busquéis nunca a vosotras mismas. La religiosa que en
sus acciones se busca a sí misma, obrando, o por deseo de alabanza, o por
propia satisfacción, ¿sabéis lo que hace? Hace, dice el profeta Ageo, como
aquel que mete el dinero recibido en pago de su trabajo en un saco agujereado:
Y el que recogió salarios, los puso en saco roto, es decir, que lo pierde todo.
Por esto advirtió el Señor: Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos de ellos (Mateo 6, 1). Guardaos, dice Dios, de obrar
con el solo fin de ser vistos y alabados de los hombres, porque, si así lo
hiciereis, cuando me pediréis la recompensa os diré. Recibiste el galardón; ¿habéis
alcanzado ya la alabanza que buscabais?, ¿qué queréis ahora de mí? Surio
refiere en la vida de S. Pacomio, que un día cierto monje, en vez de hacer una
estera, como los otros, hizo dos, y las puso a la vista del Santo para que le
alabase; pero S. Pacomio dijo a los
otros monjes: Mirad, este hermano ha trabajado hasta la noche y ha ofrecido
todo su trabajo al demonio.
Pero
veamos cuales son las señales para conocer si vuestras obras son hechas
verdaderamente para Dios. La primera señal es si, no habiendo tenido buen éxito
vuestra obra, no sentís por ello la menor turbación, y os quedáis tan tranquila
como si hubieseis logrado vuestro intento. Así sucederá cuando la hagáis solo
por Dios, porque entonces, viendo que él no la quiere, tampoco la queréis vos,
persuadida de que Dios no exige de vos el buen resultado de la obra, sino
únicamente que la hagáis con el recto fin de agradarle. La segunda señal es si
os alegráis tanto del bien que hacen los otros, como si lo hicieseis vos misma,
porque el que solo busca la gloria de Dios, no mira si esta se consigue por
medio de él o de los otros. La tercera señal es cuando no deseáis un oficio o
encargo más que otro, sino que os conformáis igualmente con todo lo que os
prescribe la obediencia, no buscando nunca otra cosa mas que la mayor
complacencia de Dios. La cuarta señal es si en vuestras buenas obras no buscáis
la aprobación ni las muestras de agradecimiento, mas aun cuando os reprendan y
maltraten por ellas, conserváis la misma tranquilidad de espíritu que antes,
pensando que ya habéis logrado vuestro intento de agradar a Dios, que era todo
lo que os proponíais.
Si
alguna vez os alaban mucho por alguna cosa, y la vanagloria os tienta a
envaneceros de aquella alabanza, no debéis esforzaros mucho en desecharla con
actos contrarios; lo mejor será que no le prestéis atención, y que le digáis,
como enseñaba el P. Juan de Ávila. Por lo demás, cuando hagáis algún acto
virtuoso, como observar puntualmente la regla, permanecer rezando en el coro,
estar retirada, mortificaros, ayudar a las hermanas conversas en sus trabajos,
y otros actos semejantes de edificación, con el objeto de dar también buen
ejemplo a las otras, no os detenga el temor de ser vista y alabada, siempre que
lo hagáis todo por Dios. El Señor gusta de que los demás observen nuestras
buenas obras, para que así procuren imitarlas y le den gloria: A este modo,
dice, ha de brillar vuestra luz delante de los hombres: para que vean vuestras
buenas obras y den gloria a vuestro Padre, que está en los cielos (Mateo 5,
16). Lo que importa es que obremos con buen fin. Cuando nos asalte la
vanagloria, digámosle como S. Bernardo, que en cierta ocasión, tentado por la
vanidad al tiempo de predicar, le respondió: Ni por ti he empezado, ni por ti
cesaré. Ni por ti he empezado el sermón, ni por ti lo suspenderé; mi único
objeto al predicar es agradar a Dios. S. Francisco Javier decía, que el que
sabe que ha merecido el infierno por sus pecados, cuando los hombres le alaban,
ha de mirar sus aplausos como otras tantas injurias e irrisiones. Además, decía
Sta. Teresa: Cuando nos propongamos agradar solamente a Dios, el Señor nos dará
fuerza para vencer toda vanagloria.
La
intención con que hacemos los actos virtuosos puede ser buena de tres modos. El
primero es cuando los hacemos para alcanzar de Dios los bienes temporales, como
si damos limosna, o hacemos decir misas, o ayunamos para librarnos de alguna
enfermedad, calumnia u otro trabajo temporal. Esta intención será buena, con
tal que vaya acompañada de resignación a la voluntad divina, pero será la menos
perfecta si su objeto es puramente terrenal. El segundo modo es cuando obramos
para satisfacer a la justicia divina por las penas que hemos merecido por
nuestros pecados, o para obtener de Dios los bienes espirituales, como las
virtudes, los méritos y una gloria mayor en el paraíso: esta intención es mucho
mejor que la primera. Pero el más perfecto de todos es el tercer modo, esto es,
cuando en cuestas obras no tenemos otro objeto que el agrado de Dios y el
cumplimiento de su santa voluntad. Y esta intención es también la más
meritoria, porque cuanto mas nosotros al hacer el bien nos olvidemos de
nosotros mismos, tanto mas Dios se acordará de nosotros y nos colmará de
gracias, como lo dijo un día a Sta. Catalina de Sena: Hija mía, piensa tú en
mí, y yo pensaré en ti. Con esto quiso decir: piensa tú solamente en
complacerme, y yo cuidaré de tu aprovechamiento en la virtud, de tus victorias
contra los enemigos, de tu perfección y de tu gloria en el cielo. Esto era
precisamente lo que decía la sagrada Esposa: Yo a mi amado, y la vuelta de él
hacia mí (Cantar 7, 10).
…
En realidad, esto es imitar el amor de
los bienaventurados, cuyo único deseo es agradar a Dios, y que, como dice Sto.
Tomás, se gozan más en la felicidad de Dios que en la suya propia. Esto es lo que
se entiende por entrar en el gozo del Señor, como se dice a todos lo
bienaventurados cuando entran en el paraíso: Entra en el gozo de tu Señor
(Mateo 25, 21). Con este motivo dice S. Bernardo que el alma obra con perfección
cuando se olvida tanto de sí misma, que obra no para agradar ella a Dios, sino
para que a Dios agrade su obra. Por eso el Santo le rogaba diciéndole: Ha que
te ame por causa de ti. Señor, haced que os ame, no para complacerme a mí mismo, sino para agradaros a vos solo, y
para hacer vuestra voluntad.
San
Francisco de Sales decía a este propósito: Las esposas amantes de Jesucristo no
se purifican para ser puras, ni se adornan para ser hermosas, sino tan solo
para agradar a su Esposo; y la confianza que tienen en la bondad de su amante,
las libra de todo cuidado y desconfianza de no ser bastante hermosas, y hace
que se contenten con una dulce y fiel preparación hecha de buena voluntad.
Imitemos al divino Salvador que dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu. Después de esto no nos queda más que morir de muerte de amor, no
viviendo ya en nosotros, sino haciendo vivir en nosotros a Jesucristo,
diciendo: Hágase así, Señor, porque así os place. Y adviértase que es mejor y
más seguro obrar con el fin de hacer la voluntad de Dios, que para aumentar su
gloria, porque así se evitará todo engaño del amor propio; pues muchas veces
nosotros, con el pretexto de que una cosa redunda en gloria de Dios, hacemos
nuestra propia voluntad; mas cuando procuramos cumplir la voluntad de Dios y
hacer lo que más le agrada, no podemos errar nunca. Tengamos entendido que el
hacer la voluntad de Dios es la mayor gloria que podemos darle. Así obró
siempre nuestro Salvador, es decir, haciéndolo todo para cumplir la voluntad de
su eterno Padre, como lo aseguró repetidas veces: No busco mi voluntad, sino la
voluntad de aquel que me envió (Juan 5, 30?*). Y en otro lugar: Yo hago siempre
lo que a él le agrada (Juan 8, 29). Por eso se dijo con razón de Jesús que todo
lo había hecho bien: Bien lo ha hecho todo (Marcos 7, 37). ¿Y si nosotros lo hacemos también así, y logramos
agradar a Dios con nuestras obras?, ¿qué más queremos? Dice S. Juan Crisóstomo.
Si eres digno de hacer alguna cosa que agrada a Dios, ?qué otro premiso quieres
a mas de este? ¿Te parece poco premio el poder tú, miserable criatura, dar
gusto a Dios?
Estemos
persuadidos de que Dios no nos pide grandes cosas, sino solamente que lo poco
que le demos se lo demos con buena intención. S. Agustín dice: Si el arca no
tiene que dar, lo tiene el corazón y la voluntad. Si tu arca, por ser pobre, no
tiene nada que dar a Dios, tu voluntad te dará mucho que dar, si le dar lo que
haces con el solo objeto de agradarle. Ponme, dice el Señor a cada uno de
nosotros, como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo (Cantar 8,6);
esto es, si quieres complacerme, haz que en cuanto desees y hagas, yo sea el
blando de todos tus deseos y acciones. Y hasta llegó a decir que el alma que
obra con el solo fin de agradarle, se convierte en hermana y esposa suya y le
hiere el corazón con herida de amor, de suerte que no puede dejar de amarla:
Llagaste mi corazón, hermana mí esposa, llagaste mi corazón con el uno de tus
ojos (Cantar 4,9). Este un ojo significa la única mira que el alma esposa tiene
en sus ejercicios de hacer la voluntad divina, no haciendo oración sino para
agradar a Dios, no comulgando si no para dar gusto a Dios, no obedeciendo a los
superiores sino para obedecer a Dios, y reconociendo en estos a Dios, como dice
el Apóstol: Sirviendo como al Señor, y no como a los hombres (Efesios 6,7). Y
así hace todas sus demás acciones para dar gloria a Dios, siguiendo la
exhortación del mismo Apóstol: Pues si coméis, o si bebéis, o hacéis
cualquiera* otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1 Corintios 10, 31). La Ven Beatriz de la Encarnación, primera
hija de religión de Sta. Teresa. Decía: No hay precio con que pagar cualquier
cosa, por pequeña que sea, hecho por Dios. Y tenía razón, porque todas las
acciones que se hacen para agradar a Dios, son actos de amor divino que merecen
un premio eterno. Por esto escribió el P. Rodríguez que la pureza de intención
es una alquimia celestial, por cuyo medio el hierro se convierte en oro; es
decir, que las obras más humildes, como el comer, el dormir, el trabajar, el
recrearse, hechas por Dios, se convierten en otro de santa caridad. De aquí es
que Sta. María Magdalena de Pazis creía, como ella decía, que el que lo hiciere
todo con pura intención iría directamente
al paraíso sin pasar por el purgatorio.
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