miércoles, 3 de diciembre de 2014

EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA Y LAS MISAS DE NAVIDAD.


Sermones y conferencias, página 334
            En este hermoso día de Navidad el sacerdote ofrece tres veces la adorable víctima sobre el Altar del Señor, para honrar los tres nacimientos del Dios hecho hombre. No hay obligación de asistir mas que a una de estas tres misas, pero asistamos a todas tres, si nos es posible: asistamos a la primera, para honrar el nacimiento temporal de Jesús, cuya fiesta celebra la Iglesia en este día; a la segunda, para honrar el nacimiento de Jesús en el corazón de los justos, nacimiento que se efectúa por medio de la Gracia; y  a la tercera, para honrar su nacimiento eterno en el seno de su Padre. Este divino Salvador viene, no solo a redimirnos, sino a servirnos de modelo.  Recordemos en este día la gratitud infinita que debemos manifestar continuamente a nuestro amable Redentor, y  de que debemos darle pruebas, amándole, obedeciendo su voz, y caminando por los senderos de la virtud, cuyo precepto y cuyo ejemplo nos ha dado Él mismo.
            El día de Navidad, aun cuando sea viernes, no hay obligación de comer de pescado; pero la vigilia de esta gran festividad es de abstinencia y de ayuno de precepto.




337 La misa es el sacrificio de la nueva ley, en el que Jesucristo se ofrece a Dios bajo las especies de pan y vino, por el ministerio de los sacerdotes, para perpetuar el sacrificio de la cruz y aplicarnos sus méritos.
            No hay cosa mas sagrada, mas venerable ni mas digna de la majestad y de la grandeza de Dios, que el santo sacrificio de la misa, ya se le considere en su esencia, o ya se le mire bajo el punto de vista de los efectos que produce.
            Aquel a quien se ofrece es un Dios, aquel que se ofrece es también un Dios, y el que lo ofrece es igualmente un Dios.
            Se me sacrifica en todo lugar, y se ofrece a mi nombre una oblación pura, dice el Señor. En efecto, desde un extremo del mundo al otro, en todos los lugares y en todos los días, el adorable sacrificio del cuerpo y sangre de Jesús se ofrece a Dios, y solo a Dios, …
            La víctima que se ofrece a solo Dios, no es otra que el mismo Hijo de Dios, el Verbo eterno, el Hijo del altísimo, hecho el Cordero sin mancha, cuya sangre es de tan gran valor, que no puede ser comparada con la de ninguna otra víctima, según estas palabras del Salmista: La sangre de los cabritos y de los toros no os fue agradable, y yo dije: ¡Vedme aquí! Sí, hermanos míos, la víctima inmolada a Dios es Jesús, el Hijo del Altísimo, Dios de Dios, Señor de los señores, nacido de la Virgen María, muerto en la cruz por nuestra salvación, y a quien sea dada toda la gloria y el honor en los siglos de los siglos. Él obedece a la voz del sacerdore, desciende desde el cielo al altar, y se hace holocausto por nuestra santificación y nuestra ventura.
            Finalmente, la víctima, que es un Dios, tiene por sacrificador al mismo Dios; porque, como dice el Apóstol, el Cristo que se ofrece es el sacerdote eterno; es un pontífice santo, inocente, sin mancha, y separado de los pecadores. Puede decirse que Él es el único sacerdote, porque los otros sacerdotes no son mas que sus siervos y sus ministros.
No hay sacrificio mas santo ni mas augusto que el adorable sacrificio de la misa. No hay otro alguno por el que podamos adorar mas digna y santamente a nuestro Dios y Señor. En efecto, hermanos míos, ved aquí que Jesucristo, que es igual a su divino Padre, y ante quien toda grandeza se humilla y se abate, en el altar, en la misa, viene por sí mismo a humillarse y a abatirse delante de Dios. El que es adorado y digno de serlo, se postra y adora. Dios no puede darse una gloria mayor que la que recibe en el augusto sacrificio de nuestros altares, pues que en él renovamos el honor infinito que Jesucristo, el Dios hecho hombre, y  hecho nuestro semejante y nuestro hermano, ofrece a su Padre, inmolándose él mismo en la cruz. 
             En el adorable sacrificio de la misa, donde Dios encuentra su gloria, encuentra el hombre su salvación. La Iglesia de Jesucristo declara, en el concilio de Trento, que la misa es un verdadero sacrificio de propiciación, de gracia y de perdón. No es esto decir que la misa nos conceda, como el sacramento de la penitencia, el perdón de nuestros pecados; sino que, ofreciéndose la augusta víctima en el altar en holocausto por nosotros, mueve el corazón de Dios, lo inclina a la misericordia, alcanza para los pecadores la gracia del arrepentimiento, y para los justos el perdón de las penas merecidas por los pecados que han cometido y que no han expiado todavía. Aún cuando todos los hombres juntos sacrificasen su vida, ¿podrían satisfacer dignamente a la Justicia divina por una falta cometida por una criatura contra su Criador? No; solo Jesucristo pudo satisfacer a Dios por nuestros pecados, con el inmenso sacrificio que le ofreció en el Calvario. Pero si en el sacrificio de la cruz adquirimos la propiedad de los méritos de Jesucristo, muerto por nosotros, en el santo sacrificio que le ofreció en el Calvario. Pero si en el sacrificio de la cruz adquirimos la propiedad de los méritos de Jesucristo, muerto por nosotros, en el santo sacrificio del altar recibimos la aplicación de esos divinos méritos; la cruz es la fuente de ellos, y el sacrificio de la misa es el canal por donde corren a nuestras almas las misericordias de Dios. ¡Cuán dsgraciados seríamos si no tuviésemos este     
 augusto  sacrificio para impedir a la justicia del cielo que haga caer sobre nosotros los justos castigos que merecen nuestros pecados! Sobre nuestros altares, como en otro tiempo sobre la cruz, nuestro Salvador es todavía el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, y durante el santo sacrificio de la misa nos dice todavía: Este es mi cuerpo, entregado por vosotros. Esta es mi sangre, derramada por vosotros y por muchos, para la remisión de los pecados. Venid a mí todos los que estáis cargados, y yo os aliviaré; venid, pobres pecadores, venid, y tomad a manos llenas de los tesoros de Dios, las gracias necesarias para llorar vuestros pecados, la fuerza necesaria para detestarlos, y el socorro necesario para permanecer firmes en el camino que conduce al cielo.
            Nosotros diremos, con el piadoso autor de la Imitación de Cristo: ¡Ay! nosotros nada somos, nada podemos, nada merecemos; pero lo podemos todo si Jesucristo nos auxilia; y alcanzaremos todo cuanto sea necesario para obrar nuestra salvación, si nos dirigimos a él en el santo sacrificio de la misa, porque él mismo ha dicho: Padre mío, yo sé que siempre me escucháis. Venid, pues, con toda confianza al altar donde se inmola nuestro divino Salvador; presentemos nuestros votos a este Dios de bondad, y él los presentará a su Padre, y serán escuchados. Es difícil, dice S. Juan Crisóstomo, alcanzar en otro tiempo lo que no se alcance entonces. Vuestras oraciones van entonces acompañadas de las de Jesucristo; y la oración de Jesucristo ¿podrá no ser escuchada? No; el Padre celestial no niega cosa alguna a su amado Hijo, y  vosotros no tendréis el dolor de ver desechadas vuestras súplicas. Por el contrario, pedid mucho durante el santo sacrificio de la misa, y alcanzaréis mucho, porque vosotros nada podréis pedir que no sea infinitamente inferior al precio que ofrecéis para obtenerlo, pues que ofrecéis a Jesús, Hijo de Dios, igual a su Padre.
            El santo sacrificio de la misa es, por consiguiente, muy grande y muy digno. Ninguna obra buena hay que sea mas agradable a Dios que la misa; ninguna hay que pueda desarmar tan fácilmente su cólera; ninguna hay que dé mas terribles golpes a las potestades del infierno; ninguna otra hay que proporcione tanta abundancia de gracias al hombre viador en el mundo, y que alcance tantos consuelos para las almas del purgatorio. “La misa, dice S. Juan Crisóstomo, vale tanto como el sacrificio de la cruz.” Tenedla, pues, en muy grande aprecio, hermanos míos, y asistid a ella los domingos y días de fiesta, todos los días, si es posible, y siempre con piedad y devoción. Esa media hora tan santamente empleada os será muy ventajosa. Entonces es principalmente cuando nuestro Salvador os aplica sus méritos y os enriquece con sus dones. Entonces es cuando recibiréis de la bondad de Dios las bendiciones y las gracias que deben santificar vuestras almas y hacerlas dignas de ser recibidas en el cielo. Así sea.

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