Como consecuencia del pecado
original nacen los hombres sujetos a toda especie de trabajos y enfermedades,
ignorantes, inclinados al mal, siervos del demonio, enemigos de Dios y dignos
del infierno. Pero Dios, por un puro efecto de su misericordia infinita, hizo a
los hombres una gracia, que fue el prometerles y enviarles un Redentor y
Salvador, que los redimiese de la esclavitud del demonio y del infierno, que
los reconciliase con Dios, y les diese de nuevo el derecho a la eterna
bienaventuranza, para la cual habían sido creados, pero que lo habían perdido
por el pecado.
Por este efecto de misericordia amó
Dios a los hombres hasta el grado de enviarles a su único Hijo, la segunda
persona de la
Santísima Trinidad, que es el mismo Dios. El Hijo de Dios se
hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el vientre de una Virgen, y nació de
esta Virgen. Se llama Jesucristo el Hijo
de Dios, hecho Hombre; de modo que Jesucristo es a un mismo tiempo verdadero
Dios, y verdadero Hombre.
... por padecer la pena que merece
el pecado, y reconciliar con Dios a los hombres por medio de su Sangre.
Está sentado a la diestra de Dios su
Padre: esto es, que siendo, como Dios, igual en poder a Dios su Padre, está,
como hombre, ensalzado en el Cielo en honor y poder sobre todas las criaturas.
Volverá Jesucristo algún día al mundo para juzgar a todos los hombres; y
recompensar a cada uno según sus obras.
Diez días después de su Ascensión
envió Jesucristo a los hombre el Espíritu Santo, para concluir la obra de su
santificación, y la formación de la Iglesia Cristiana.
Se llama Iglesia la
Congregación de los Fieles, de quien Jesucristo es Cabeza
invisible, y el Papa es Cabeza visible en este mundo, bajo la autoridad de
Jesucristo. Esta Congregación subsistirá hasta el fin de los siglos. Para
salvarse es necesario ser miembro de la Iglesia, creer lo que la Iglesia cree, y practicar
lo que ella enseña. Todos los miembros de la Iglesia no forman sino un cuerpo. Algunos de
estos miembros están ya en el Cielo; otros padecen las penas del Purgatorio, y
otros viven aún en este mundo. Pero esta distancia de lugares no impide el que
estén unidos, y que haya entre ellos una comunicación de bienes, que es lo que
se llama la Comunión
de los Santos. Nadie puede ser miembro de la Iglesia, sin recibir el perdón de los pecados: y
el poder de perdonar y retener los pecados es una prerogativa que Dios no ha
concedido sino a la
Iglesia. Al fin del mundo resucitarán todos los hombres
difuntos, para recibir en cuerpo y alma la recompensa o castigo eterno que
hayan merecido. Pero los miembros vivos de la Iglesia serán los únicos
que resucitarán con cuerpos gloriosos, y participarán de la vida eterna. Todos
los demás no resucitarán sino para ir en cuerpo y alma después del Juicio
general, a sufrir en el infierno con los demonios los suplicios eternos.
Para tener parte en la Resurrección gloriosa
y en la Vida
eterna, no basta haber sido miembro de la Iglesia; es necesario además de esto, haber
vivido y haber muerto cristianamente. Vivir cristiana y santamente, es evitar
el pecado, practicar la virtud, y obedecer a Dios y a la Iglesia.
Se
llama pecado todo lo que desagrada a Dios, y se llama virtud todo lo que nos
acerca a Dios. Hay siete pecados principales, que se llaman Capitales, porque
cada uno de ellos es principio de muchos otros. Estos pecados son: El primero
Soberbia, el segundo Avaricia, el tercero Lujuria, el cuarto Ira, el quinto
Gula, el sexto Envidia, y el séptimo Pereza.
Las
virtudes que nos conducen a Dios son, la
Fe, la
Esperanza y la Caridad. Por la Fe creemos todo lo que Dios nos ha revelado. Por la Esperanza esperamos los
bienes que nos ha prometido; y por la Caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a nosotros mismos. Si no tenemos Caridad, nada somos en la
presencia de Dios.
No
podemos conocer si tenemos caridad, sino examinando si obedecemos a Dios y a la Iglesia.
Dios
nos manda diez cosas: La primera amar y adorar a Dios solo, sobre todas las
cosas: la segunda, santificar su santo nombre, lejos de profanarle: la tercera,
abstenernos el Domingo de obras serviles, y emplear este día en obras de
Religión: la cuarta, honrar a nuestros padres y a nuestros superiores: la
quinta no matar, herir, o maltratar injustamente a nadie, ni dar jamás mal
ejemplo: la sexta, evitar todas las acciones, palabras y deseos deshonestos, y
todo lo que conduce a este pecado: la séptima, no tomar o retener injustamente
los bienes ajenos: la octava, no levantar falso testimonio, ni mentir,
calumniar, murmurar, adular, lisonjear, juzgar o sospechar temerariamente: la
nona, no consentir en pensamiento alguno deshonesto: la décima, no tener algún
deseo injusto de los bienes ajenos.
Para
obedecer a Dios y a la Iglesia
necesitamos del auxilio y gracia de Dios. Este auxilio no debe Dios a nadie; lo
da por Jesucristo, y en virtud de Sus méritos. Comunica Dios su gracia por
medio de los Sacramentos y de la
Oración.
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